Hace poco más de un mes hacíamos memoria de uno de los hitos más vergonzantes que ha sufrido nuestra joven democracia, el golpe de Estado del 23 F. A los que vivimos aquel momento, aún casi sin saborear los buenos aromas de una democracia recién estrenada y comprometidos en reactivar unos nuevos modos de hacer política, queda en nuestro recuerdo el miedo y la desesperanza de un pueblo que veía cómo nunca podría sacudirse el enfrentamiento visceral en nuestro país y que con tanta sencillez y belleza poética lo supo expresar Antonio Machado: “españolito que vienes al mundo te guarde Dios/ una de las dos Españas ha de helarte el corazón”. Pero al mismo tiempo que los medios de comunicación social rememoraban este vergonzante acontecimiento, nos ofrecían imágenes de grupos de jóvenes que arremetían con furia salvaje destrozando contenedores, mobiliario urbano, comercios y tiendas, y hacían frente a las fuerzas de seguridad del Estado que se mostraban impotentes para contenerlos.
En el transcurrir de la historia y en todos los países y grupos sociales, se desarrollan acontecimientos extraordinarios que como hitos referenciales dan significado a todo el proceso de socialización y convivencia que se está realizando; son como test colectivos que sirven para evaluar el éxito o el fracaso de su ser y existir como grupo, su continuidad, crecimiento o retroceso. En nuestro país y en este marco convivencial que elegimos hace cuarenta años, además de estos dos hitos referenciales, no podemos olvidarnos de los años de terror de violencia etarra, de la crisis económica 2008-2014 , de los acontecimientos del 15 M que en 2011 abrieron la puerta al llamado movimiento de los indignados y raíz de los grupos que iniciaron la llamada “nueva política”, el golpe de Estado independentista en Cataluña del 1 de octubre de 1917; y por qué no mencionar también la actual gestión que como sociedad estamos haciendo de la pandemia, de los numerosos muertos que han llenado de dolor tantos hogares, de las responsabilidades de los políticos y de las nuestras como ciudadanos, de las respuestas que se han dado y se están dando… Sin duda ¡cuántos sobresaltos, por no emplear otros calificativos, en tan pocos años!
Estos hitos repletos de significados socialmente inquietantes llevan a preguntarnos si nuestra sociedad se encuentra en fase de descomposición. En un interesante ensayo sobre las culturas fracasadas, José Antonio Marina (2010) considera como elementos o criterios para considerar una sociedad fracasada “la que crea más problemas que los que resuelve, destruye capital comunitario y entontece o encanalla a sus ciudadanos”. Con todos nuestros respetos para su análisis y de acuerdo con ellos, hay dos aspectos que seguramente añadirían otras muchas personas: la incapacidad para entenderse y el declive o desaparición de la ética en la convivencia social.
El análisis de estos acontecimientos con sus causas y sus consecuencias nos ofrecen un panorama desolador; en cualquiera de los criterios de evaluación propuestos es difícil encontrar aprobación: las leyes que últimamente están elaborando nuestros representantes políticos responden más a cuestiones ideológicas que a la resolución de los problemas reales graves que padecemos; los medios de comunicación social, sobre todo la televisión, entontecen más que educan; las redes sociales que deberían ser vehículos para el diálogo, son más bien productores de ruido y furia que encanallan el ambiente y “destruyen capital comunitario”; el mismo lenguaje que utilizamos ha sufrido tal transformación que resulta difícil de digerir y recrea el relato simbólico de la “torre de babel”; y por no alargar, la abundancia de casos de corrupción, el tráfico de influencias, los chanchullos, el juego sucio, la mentira… están poniendo en cuestión el valor social de la ética.
Sí, todo un test para evaluarnos. Se nos pide un diagnóstico.
GRUPO AREÓPAGO
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