Firma invitada de don Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo emérito de Toledo: «La resurrección no es la reencarnación! (I)

Lo afirmamos sin titubeos: la resurrección de Jesús está en el corazón de la fe cristiana, con el mismo título que la Pasión y la Cruz. Se puede definir a un cristiano como aquel que cree en Cristo resucitado de entre los muertos. Sé que es una afirmación provocadora que contradice la experiencia humana más universal, la del carácter irreversible de la muerte. “Nadie ha vuelto jamás de allí”, según el dicho popular. Pero la fe cristiana proclama lo contrario: “¡Sí! Un hombre ha venido de allí, Jesús de Nazaret y su resurrección es la promesa de la nuestra”.

Cierto, hay que saber ante todo qué se quiere decir con resurrección. No es la reanimación de un cadáver, que vuelve a la situación biológica anterior; tampoco estamos hablando de una interpretación desencarnada de la resurrección, de manera que se confunda con la inmortalidad del alma, noción bien conocida en tiempos de Jesús entre los griegos y los judíos helenizados. Conviene, pues, preparar pacientemente el terreno para que se entienda bien lo que proclamamos cuando decimos que Jesús ha resucitado.

A nuestros contemporáneos, cuando les proponemos la fe en la Resurrección, hay que explicarles de qué se les quiere hablar, lo cual nos conducirá no sólo a interrogar a la historia, sino también la cuestión de nuestro cuerpo. No olvidemos que muchos están interesados por un tema contemporáneo de la reencarnación, a menudo propuesto a jóvenes como una alternativa a la Resurrección. ¿Existen pruebas históricas de la resurrección de Jesús? Sí y no. Y no es una respuesta para salir del paso, actuando, como a veces responden algunos hermanos nuestros gallegos, con otra pregunta.

Primero respondemos que no, porque el anuncio de la Resurrección nos dice que Cristo ha salido de la historia con su cuerpo para entrar en el mundo de Dios. Y la competencia de la ciencia histórica se detiene y es incapaz de hablar del comienzo absoluto de la historia como de su fin definitivo, puesto que Jesús se ha convertido en “hombre celeste” (1 Cor, 15,49), cuyas características son la incorruptibilidad y la inmortalidad, esto es, lo opuesto a las condiciones de vida del hombre terrestre e histórico. Un historiador, en tanto que historiador está en la situación de un médico al que se le pide qué piensa de una curación milagrosa. Como médico no puede sino concluir que es un fenómeno inexplicado. El historiador, cuya interpretación se inscribe en el tiempo y el espacio, en el caso de la resurrección, o pensará espontáneamente en la retirada del cadáver, o bien pensará que la desaparición del cuerpo de Jesús es inexplicable desde el punto de vista histórico.

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De modo que la resurrección de Jesús no es, pues, histórica en este sentido, por medio de una prueba histórica, crítica y científicamente experimentable. Es de este modo “transhistórica”. Por eso, no ha tenido testigo inmediato, ni podía tenerlo. No hay pruebas históricas de la resurrección de Jesús análogas a las de su muerte. Por eso la Resurrección ha podido ser a veces descrita como un retorno de Jesús a su vida anterior. Pero decir que la Resurrección no es histórica, desde el punto de vista de la ciencia experimental, no significa para nada que no sea un acontecimiento real para cualquiera que admita que el mundo no está definitivamente cerrado sobre sí mismo, sino que está radicalmente abierto a la libertad de Dios. Todo lo que es real no es necesariamente histórico en sentido científico. La Resurrección está afirmada como un suceso real sucedido a la persona de Jesús, hombre de nuestra historia.

Por ello, respondemos que sí es histórica la resurrección de Jesús. Existen pruebas históricas ciertas de que los hombres han dado testimonio de esta Resurrección porque han creído en ella. El testimonio de las Apóstoles constituye un conjunto de huellas accesibles al método histórico. El historiador tiene aquí libertad para descubrir y juzgar el valor y la seriedad de su testimonio. La Resurrección es también histórica porque constituye un acontecimiento que tiene una inscripción en la historia por lo que respecta a su antes de suceder. Ella recibe su anclaje en esta historia. Tiene un lugar y una fecha. Este acontecimiento es además histórico por las huellas durables que ha dejado en la historia de la humanidad. Pensemos en el vasto movimiento de los que, a través de veinte siglos, han creído y creen en el Resucitado y hacen de la resurrección de Jesús el fundamento de su historia.

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El conjunto de las huellas de la Resurrección son signos capaces de ser reunidos en un haz convincente para el que cree. Discernir los signos es cosa distinta de constatar los hechos. Discernir los signos de la resurrección es comprometerse libremente en el campo de una relación personal. Por esta razón, reconocer lo que he escrito hasta ahora es afirmar que el acontecimiento de la resurrección de Jesús no es verdaderamente accesible, de verdad, nada más que a la luz de la fe. El enunciado “Jesús ha resucitado de entre los muertos” no es ni un “levantar acta”, ni el resultado de una prueba científica. Es la expresión de acto de fe que incluye en él un juicio razonable de credibilidad.

Los datos que tenemos en los evangelios ilustran bien este juicio. Por una parte, las expresiones más antiguas del mensaje cristiano se presentan como un testimonio dado en la fe acerca de un acontecimiento sucedido en la historia. El mismo anuncio de la Resurrección es un acto de fe, no una ilusión o una mentira. La Resurrección es algo que, desde fuera de los testigos, llega a ellos, a los Apóstoles. De hecho, hoy el acceso a la fe en la Resurrección no es posible sin el testimonio sobre ella dado por la Iglesia en su conjunto. Lo cual supone que la realidad de la comunidad cristiana constituye ella misma un testimonio de la Resurrección que se expresa por medio de la palabra, la celebración y la reunión de esa comunidad, sobre todo en el domingo.

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Ciertamente el reconocimiento de la Resurrección es un acto de fe, pero lleva consigo una conversión de la libertad, efectuada en la gracia de Dios. Los discípulos de Jesús (comenzando por los Doce), de hecho, vivieron este proceso de conversión desde su dispersión incrédula y desesperada la tarde del Viernes Santo hasta su reagrupamiento en torno al Resucitado. Proceso que, de modo análogo, se da en todo hombre o mujer que llega a la fe en la Resurrección. Hemos de seguir profundizando en la Resurrección. Pero hemos de dejarlo para un segundo momento.

+Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo emérito de Toledo

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