Firma invitada de don Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo emérito de Toledo: «La resurrección no es la reencarnación» (II)

En mi anterior escrito, dejábamos a los discípulos de Jesús desanimados y dispersos en la tarde del Viernes Santo. Su fe y su esperanza en Jesús han sufrido una prueba aparentemente no remontable. Ellos marcharon de Jerusalén y algunos, incluso, han retornado a su Galilea natal. ¿Cómo han llegado entonces a creer en la resurrección de Jesús? Este itinerario es interesante, porque han vivido un giro, un “cambio” que no fue fácil. Los textos evangélicos están llenos de sus dudas y sus resistencias ante esta experiencia nueva. Sus dificultades nos consuelan. Si los Apóstoles y los primeros testigos, que lo “vieron”, tuvieron tanta resistencia a creer, no nos extrañe que los que no lo hemos “visto”, seamos también probados en ello.

Tres fueron los signos que les atestiguaron la resurrección de Jesús: el descubrimiento de la tumba abierta y vacía; un mensaje angélico en el lugar de la tumba, según el género literario de la teofanía; y, por fin, la aparición del Resucitado. Cuando ustedes lean los relatos de las apariciones en los Evangelios, verán que es imposible establecer una cronología precisa de la manifestación de estos signos y de las mismas apariciones. Son relatos discontinuos en el tiempo y el espacio, precisamente porque se trata del Resucitado, libre de comunicarse cuándo y cómo Él quiere, sin estar sometido ya más al tiempo y al espacio. ¿Podemos, pues, fiarnos de los relatos evangélicos? Sin duda que sí, pero no debemos ahorrarnos ver estos tres signos en todo su horizonte; no hagamos como los que concluyen sin más: “Lo que dice el Evangelio de la resurrección de Jesús es una leyenda piadosa”. Ese sería el recurso más fácil y el que hacen tantos que se dejan influir por lo que dice “la gente” muy lista, pero que no pasa de ser un vulgar tópico trasnochado, del que no dan pruebas.

Sin duda que los Evangelios dan un lugar importante al relato de la tumba para Jesús: intervienen José de Arimatea y Nicodemo para conseguir esa tumba; también las mujeres que seguían a Jesús ayudan a prepararla. A esa tumba le puso Pilatos una guardia militar, dice san Mateo, para evitar que los discípulos del Nazareno roben el cuerpo. Jesús ha muerto realmente y hay un espacio entre su muerte y su Resurrección. Pero la tumba la descubren los discípulos vacía “el primer día de la semana”.

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Sin embargo, este descubrimiento no llevó a san Pedro a la fe. Provoca en él, sí, una sorpresa. Lo mismo le pasa a la Magdalena: cree que se han llevado el cuerpo de Jesús y va a decírselo a Pedro; lo constata, pero no le conduce a la fe; no fue así con san Juan evangelista. Éste ve enseguida una relación entre los anuncios de la historia santa y la persona de Jesús. Entonces sí que la tumba vacía genera la fe. Pero en sí misma no es una prueba de la Resurrección, pues es un hecho que puede comportar muchas otras explicaciones, la más sencilla es que el cuerpo de Jesús ha sido robado. Es la reacción espontánea de María Magdalena. Fuera de contexto, pues, la tumba vacía se explica por los que no creen en un robo de los mismos discípulos del Maestro, de manera que Mt 28,15 dice: “Este relato se ha propagado entre los judíos hasta el día de hoy”.

Pero la tumba vacía también es presentada en los Evangelios como el lugar de una manifestación divina de la resurrección de Jesús (una “teofanía”). Y las destinatarias primeras de ese mensaje son las mujeres, a pesar de que para la Ley judía el testimonio de las mujeres no era admisible. Mc 16,1-8, de hecho, nos muestra a estas mujeres “temblando y fuera de sí” por lo que han visto y comprendido: la piedra rodada y a un joven de blanco que les anuncia la resurrección de Jesús; y, como tienen miedo, ¡no obedecen a la consigna dada por el ángel de transmitir el mensaje a los discípulos! En san Mateo, en cambio, las mujeres, aunque con sentimientos de temor y alegría, corren a anunciar la noticia, e incluso son beneficiarias de la primera aparición de Jesús, que les saluda y les dice que vayan a anuncia a “sus hermanos” que deben ir a Galilea para verle. De hecho, en san Lucas, cuando las mujeres cuentan las cosas a “los Once y a los demás”, “sus palabras les parecieron un delirio y no creen a las mujeres” (Lc 24,11). Así lo cuentan los discípulos de Emaús poco más adelante.

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  Ciertamente los evangelistas ponen de relieve el papel de las mujeres en el anuncio de la resurrección de Jesús; lo cual es sorprendente y chocante en los relatos de tradición judía, pero que aparece, por una parte, como un criterio de historicidad y autenticidad y, por otra, señalan las dificultades de los discípulos en creer ese anuncio de que Jesús ha resucitado. Los Evangelios, en efecto, mencionan la dificultad de los discípulos en creer (véase Mt 28,17; Mc 16, 13-14; Lc 24, 41). Se sabe de la reacción de Tomás, que no cree a sus compañeros y quiere ver para creer.

Por esta razón, en ningún caso se puede pretender que el deseo y la esperanza de los Apóstoles haya conducido a éstos a una especie de alucinación visual, según la famosa fórmula de E. Renan: “La espera produce generalmente su objeto”. Los Apóstoles no esperaban que Jesús resucitase. No nació de su deseo y espera la fe en la Resurrección; nació de un ver que venía de fuera de ellos.  

En las apariciones de Jesús, primero se presenta Jesús y los discípulos no le reconocen. Es Jesús quien se da a conocer, manifestando que es el mismo que de antes de Pascua, pero algo ha sucedido en su cuerpo. Las apariciones de Jesús a los discípulos, en efecto, muestran una comunicación inesperada entre un cuerpo “glorioso” y cuerpos no resucitados. Esto explica por qué lo discípulos no le hayan nunca reconocido directamente. Puede uno extrañarse de esto, cuando han compartido todo el tiempo de la vida pública de Jesús.  Pero es que el cuerpo de Jesús es un “cuerpo glorioso”.

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No obstante, la iniciativa del Resucitado pasa por la mediación de los sentidos corporales de los Apóstoles: Él “ha sido visto” (1 Cor 15,5-8), Él ha sido tocado, ha comido y bebido con ellos (cfr. Lc 24, 39-43). Pero Jesús no es reconocido como tal por la simple percepción sensorial, sino por la fe y la gracia en las palabras que explican el sentido de la Escrituras. Vista y fe van de la mano. Lo cual explica por qué Jesús no se ha manifestado a las multitudes después de su Resurrección. ¿Por qué el punto culminante del mensaje no se ha manifestado a todos inmediatamente? La Resurrección no puede convertir al conjunto de los que, no conociendo suficientemente a Jesús, no estaban preparados a recibir esa noticia. En la parábola de Lázaro y el rico Epulón, ¿no dice Abraham que ni aunque resucite un muerto se arrepentirán?

Para que muchos crean que ha resucitado, Jesús ha escogido la pedagogía del testimonio. Es la que vale también para nosotros hoy y demanda de nosotros que anunciemos el itinerario o la vida de Jesús antes de Pascua. No se accede sin rodeos a la fe en la Resurrección. Cristo quiere que la Iglesia, por medio de sus hijos, juegue su papel. Y eso nos toca a nosotros, claro está, pero no sin la gracia de Dios y la fuerza del Espíritu, el que habla siempre de Cristo y del cumplimiento de sus palabras.

+Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo de emérito de Toledo

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