La “buena noticia” es, por supuesto que podemos celebrar la venida primera de Cristo, el Señor, la que llamamos Navidad, pero, además, que Él vendrá de nuevo, cuando el Padre de los cielos lo quiera, cuando sea el momento oportuno. De esta doble buena noticia vivimos los que formamos la Iglesia y cuantos quieran aceptar a Jesús Salvador. En esto estamos implicados todos, no es cosa de obispos y sacerdotes y de “algunos” que están en esta tarea, digamos como “profesionales”.
Realmente impresiona el camino recorrido por la Iglesia en el “tratamiento” de los fieles laicos y su tarea como miembros vivos inmersos en la vida pública. Bastaría leer textos del magisterio del Papa y los obispos sobre esta cuestión. Pero vuestra tarea, que es nuestra también, no es fácil. “La sociedad española ha cambiado mucho”; es lugar común, pero es verdad. El catolicismo en España no tiene una posición hegemónica; es más, de cara a una reevangelización, somos conscientes de que el mundo vive con una mezcla de indiferencia y hostilidad hacia el catolicismo o el cristianismo en general. Alguien ha dicho que “hay una cultura woke, que es especialmente agresiva”, sobre todo hacia la cuestión de la defensa de la vida o de la familia.
Podía alguien alegar que somos exagerados, que los cristianos siguen imperando en la sociedad, y estamos en una sociedad que contiene, en efecto, todavía gran cantidad de valores cristianos, pero curiosamente es reacia a reconocer que son cristianos. No cabe duda: los valores de la religión cristiana son buenos. Además, sigue habiendo un número de bautizados muy alto. Pero, ¿somos muchos los que estamos dispuestos a vivir la fe como una buena noticia, un “Evangelio” y proponerlo como cambio profundo de la humanidad que trae salvación a la persona y a la sociedad, como hizo san Pablo?
Las estadísticas valen lo que valen, y ahí está este dato: la gente entiende que la salvación puede ser algo individual y, por tanto, puesto que es individual, cada vez más tal salvación cristiana pertenece a la vida privada. También es un dato que, en zonas de este mundo como es España, el cristianismo se debate entre la indiferencia y la hostilidad. En cualquier caso, es más bien un tema de indiferencia. No dudamos, sin embargo, que hay en España radicalismos y hostilidad. ¿Qué son, si no, las leyes inaceptables para la concepción bíblica del ser humano? No hay ahí resultados buenos para la humanidad.
Pero ¿no hay católicos en la vida pública? Gracias a Dios los hay; por eso mis palabras solo pueden ser de ánimo y de llamada al discernimiento en un momento decisivo. Es cierto que hay un catolicismo políticamente correcto, aquellos que dicen ser cristianos. Pero la mayoría de los católicos que hay en los diversos partidos piensan como su partido. ¡Cuidado! No estoy abogando por partidos confesionalmente católicos y en unión de Iglesia y Estado.
Voy por otro sendero. Tiene que ver con construir una sociedad intentando juntos articular una finalidad compartida. La razón es que en nuestras sociedades se está desmoronando el sentido de ser parte de una casa compartida. Lógicamente esta casa se llama Iglesia, pero en cuya comunión caben muchísimos no cristianos, pues afecta a su ser de hombre y mujer. El Papa Benedicto XVI, y también el Papa Francisco en Fratelli tutti, nos alentó a ser una comunidad en camino. El Papa Ratzinger, en uno de sus luminosos textos sobre la Iglesia comunidad en camino, se pregunta, antes de nada, por qué la Iglesia disgusta a tantas personas, también creyentes, incluidos los que ayer podían ser contados entre los más fieles y probablemente, sumidos en el dolor, todavía lo sigan siendo hoy.
Las razones son distintas, es más, opuestas, según la posición que se tome. Unos sufren porque la Iglesia se ha adaptado en exceso a los criterios del mundo de hoy; a otros les irrita que siga estando muy lejos de ello.
Hablaré de modo conciso, pues el tema es muy amplio para desarrollarlo aquí, de una receta para aceptar la Iglesia y su quehacer en el mundo: la Iglesia no es una democracia. La Iglesia tampoco surge del debate, o de la rebaja de las recíprocas exigencias y de la adopción de acuerdos. Esto es también una verdad sinodal.
En el puro debate, no en la comunión, queda de manifiesto lo que hoy cabe razonablemente exigir a los que quieran ser miembros de la Iglesia, lo que hoy se puede considerar, según algunos, fe o directriz moral común. Pero, ¿quién tiene ahora en realidad el derecho de adoptar acuerdos? ¿Sobre qué base se adoptarán? En la democracia política, esa pregunta se responde mediante el sistema de representantes: en las elecciones los individuos designan a su representante, que es quien toma las decisiones por ellos. De modo que, tantas veces, la minoría tiene que plegarse a la mayoría, y esa minoría puede ser muy grande. ¿Será así en la Iglesia? No.
Cuanto hagan unos hombres y mujeres pueden anularlo después otros. Cuanto provenga del gusto humano puede disgustar a otro. Cuanto acuerde una minoría puede derogarlo otra. Una Iglesia basada en acuerdos mayoritarios se convierte una mera Iglesia de los hombres. Se la reduce al plano de lo que sea factible y convincente, de la opinión. La opinión sustituye a la fe. Una “fe” que nunca va realmente más allá del significado de “opinamos”. La Iglesia de propia factura, que cada uno hace para sí mismo, tiene, al fin y al cabo, el regusto del “sí mismo”, que siempre le sabe amargo al otros “sí mismo” y pronto revela su pequeñez.
No es esa la Iglesia que quiere el Papa Francisco, ni lo que se quiere conseguir del trabajo juntos, como miembros vivos, a veces doloridos, de Jesucristo, el que vive para siempre, cuya venida en carne preparamos, esperando su segunda venida. Ahí podemos trabajar, podéis trabajar, hermanos fieles laicos, en vuestra presencia pública. Sencilla, audaz, no comprendida, pero necesaria.
Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo emérito de Toledo
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