Matrimonio y virginidad.

Del 17 al 24 de febrero 2024 se celebra en las Diócesis de España la Semana del Matrimonio. Seguro que habrá sugerencias y ayudas para ser vivida por los esposos, los hijos, y el resto del pueblo de Dios. Por otra parte, en nuestra Archidiócesis, en la programación pastoral en tres años dedicados a laicado, vida religiosa y orden sacerdotal respectivamente, se insiste en la mutua interacción de esas vocaciones eclesiales fundamentales. De modo que tal vez no esté mal ofrecer alguna reflexión sobre la vocación esponsal de los unidos por el sacramento de la Iglesia. Y, de paso, si es posible, animar a los esposos que, en medio de sus dificultades, se esfuerzan en vivir una vocación admirable, bombardeada desde tantos ángulos: la trivialización del amor conyugal, la invitación a la infidelidad y, sobre todo, la mentirosa ideología de género, y la dificultad de educar a sus hijos según sus convicciones.

                     La Escritura nos habla del matrimonio no como una institución “civil”, sino como un desborde de alegría en la comunidad (cfr. Dt 24,5). La Biblia, en efecto, adopta sin ambages el símil del matrimonio para describir la relación de Dios con su pueblo, en particular en el libro de Oseas, donde queda claro, al mismo tiempo, que el estado matrimonial no es camino fácil. La alegría de los esposos tiene sus exigencias. Pero, ¿qué alegría verdadera no las tiene?

                     Es bonito saber que nuestros hermanos judíos, ya en la época talmúdica, posterior al exilio de Babilonia, tenían la costumbre de saludar el shabat (sábado) en términos de regocijo nupcial. Es decir, el sábado era visto como una novia, y el día mismo como una boda. De este modo, el uso teológico de la imagen nupcial presupone su arraigo en la realidad humana. En el rito bizantino, el sacerdote coloca una corona a los novios, primero sobre el novio y luego la de la novia, pero coronando a cada uno “con” el otro. Y el expresivo formulario tercero del rito romano del Matrimonio, tomado del rito hispano sin duda, manifiesta esa misma riqueza.

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                     Pero no olvidemos que, en estos modos de unirse los cónyuges, corona y velación, son también una referencia a la corona del martirio. El estado matrimonial es, como otros estados en la Iglesia, un estado de testimonio cristiano, siempre oneroso. Lo cual no impide en cualquier celebración del sacramento del Matrimonio la restauración de la humanidad a la dignidad primordial que Dios le dio. Por eso, nunca se insistirá lo suficiente en que el matrimonio cristiano solo es comprensible y realizable a la luz de la apertura a la trascendencia. Los movimientos familiaristas hablan con insistencia que en el matrimonio siempre hay “tres”: los cónyuges y Cristo.

                     De modo que el matrimonio cristiano es categóricamente distinto de un contrato civil. No se limita a sellar un vínculo entre individuos que se quieren. Lleva a cabo una recreación, una realización de la naturaleza humana en la curación de la herida de la soledad infringida por el sexo de cada uno, que permite a la mujer y al hombre encontrar el uno en el otro la plenitud humana que ambos anhelan. Por esto dice san Pablo: “Este es un gran misterio: y yo lo refiero a Cristo y a la Iglesia” (Ef 5,32).

                     No se podía encontrar un modo más radical de expresar el alcance de la alianza nupcial. De ahí su importancia como termómetro de la sociedad. Es la realización final de la vocación del ser humano, por cuyo bien se hizo el mundo: la reconciliación final y eterna de la naturaleza humana y divina, prevista en las Escrituras como la Bodas del Cordero, al que somos felices de ser invitados (cfr. Ap 19,7). Así como la salvación de Dios se realiza personalmente y “no en manada”, el matrimonio, que apunta hacia la salvación, es la unión esponsal. Los esposos, que se administran mutuamente el sacramento del matrimonio, “no son dos”, sino que se han convertido en “una sola carne” (cfr. Mc 10,8). Es una unión que lo abarca todo, cuyo sello es definitivo y, por tanto, indisoluble.

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                     Ahora bien, aunque la Iglesia primitiva y actual defendía y bendecía el estado matrimonial, también fomentaba y fomenta el estado de virginidad consagrada. Ambos estados podrían parecer contradictorios. No es así. La persona célibe, al igual que el hombre o la mujer casados, está llamada a una vida fecunda de comunión, a mirar y ser mirado, a amar y ser amado; pero mientras los cónyuges son agentes de comunión entre sí, el consagrado célibe se entrega directamente a una expiación sacramental. Se convierte en un símbolo de la Iglesia cuyo pacto nupcial con Cristo hemos expuesto en la carta a los Efesios. Las vocaciones al matrimonio y al estado virginal se complementan e iluminan mutuamente.

                     De aquí que la castidad esté vinculada en igual medida al estado matrimonial y al virginal: no hay distinción de grado. Ambos son bendecidos. Ambos requieren una cierta lucha, como cualquier afinidad por elección. No olvidemos que atarse a un amor privilegiado es ordenar otros amores, dejando que las mociones del corazón y de la carne sean templadas por una voluntad iluminada por la gracia y la razón. También hay que recordar que la “virginidad”, en el lenguaje de la Iglesia, no es una definición exclusivamente fisiológica. Indica también un estado de gracia. Y en los estados de gracia hay desarrollo: crecemos en ellos. Podemos fijarnos en la oración primera de la misa de la segunda semana de Cuaresma, en la que pedimos al “Dios, restaurador y amante de la inocencia”. La “inocencia” el algo más que la pureza inmaculada. En la lógica de la gracia, es algo que puede ser restaurado. El mismo principio se aplica simbólicamente, de modo análogo, a la virginidad.

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                     El celibato no pretende convertir a los hombres y mujeres en ángeles. Es una manera de hacerles calibrar la profundidad de su humanidad, la que Dios asumió para hacer efectivo en ella su amor. En el amor, al entregarnos, nos encontramos a nosotros mismos. El agua viva que brota dentro de nosotros está destinada a ser derramada, no contenida.

                     Para la mayoría, el matrimonio es la escuela en la que se aprenden estas lecciones. Para algunos, la escuela es la soledad consagrada. Para todos, la amistad es la prueba de que una intimidad enriquecedora puede encontrarse igualmente en las relaciones célibes. Dar y recibir con castidad también es parte esencial del amor fecundo.

Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo emérito de Toledo.

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