La maternidad es un don sagrado y una vocación especial

Respetar y venerar la figura de la madre a lo largo de la historia de la humanidad se entendió siempre como digno de reconocimiento y merecedor de gran elogio. ¿Será porque refleja la grandeza del ser humano? ¿Será porque permite tener esperanza en el futuro? ¿Será porque acoger una nueva vida es creer que el egoísmo no tiene la última palabra? ¿Será porque es la columna vertebral de la educación de la misma sociedad? ¿Será porque eleva su valor moral?

Y si miramos aún más allá, ¿no es una madre reflejo del amor incondicional de Dios? ¿No es un instrumento de su voluntad y partícipe significada de la transmisión de la vida?

La Biblia está llena de ejemplos que nos muestran madres que desempeñaron papeles clave en la Historia de la Salvación. Desde Eva – la madre de todos los vivientes – hasta María – la madre de Jesús – las Sagradas Escrituras transmiten cómo realmente Dios cifra el valor de una madre y cómo honra su maternidad.

María, en particular, es modelo de fe y ejemplo de confianza plena en la promesa de albergar en su seno una nueva vida. Ese divino regalo que llevó en su vientre muestra que toda vida es sagrada desde el principio y que, en su debilidad, una madre es su abrigo y refugio.

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Ese niño Jesús muestra su protección especial y su predilección por aquel que aún se haya en el seno materno, mostrándole una dulzura y ternura particulares. A fin de cuentas, murió por él, por el más débil y sencillo.

María vivió su maternidad como vocación divina, como llamada a ponerse en camino y a dedicar sus años al cuidado de su hijo. Esto le transformó e iluminó en ella un nuevo modo de vivir. Le hizo crecer en alegría, en virtud y en santidad, salir de sí misma y ponerse al servicio de la misma Vida.

De igual modo, cada madre es interpelada por el mismo Dios para ser transmisora de su poder creador y ser partícipe de la trascendencia y del cuidado de la vida naciente. Será una tarea que abarcará al completo su vida, a la que no podrá renunciar jamás – porque sería negarse a sí misma – y que será una misión de entrega a cambio de no pedir nada y darlo todo. Requerirá sacrificio, paciencia y una profunda confianza en la misericordia de la Providencia. Pero todo ello a cambio de una alegría profunda y verdadera, para la eternidad.

Por todo ello, el amor de una madre es uno de los reflejos más puros del amor de Dios, de la entrega de Cristo y de la llamada a ser guía y cimiento en el camino de sus hijos hacia el cielo.

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Celebremos con toda la Iglesia la maternidad como un regalo de Dios, como una predilección y como el misterio de un nacimiento más allá de lo meramente biológico ya que hablamos de nacer del corazón, donde crece el amor.

¡Gracias a todas las madres por vuestra fortaleza y por vuestra valentía!

GRUPO AREÓPAGO

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