Hace no muchos años, parecía imparable el desarrollo de una visión del mundo como la aldea global donde lo local se veía amenazado por la imposición de estándares culturales y económicos hegemónicos impuestos por las grandes potencias mundiales. El libre comercio, las facilidades para el transporte y la permeabilidad de las fronteras favorecían la distribución de las cadenas productivas en toda la amplitud de la geografía mundial. Las manufacturas se desplazaron a países con mano de obra barata, generando en los países occidentales una curiosa mezcla de paro en su industria, abandono del medio rural e incremento de bienes de consumo baratos para el creciente sector de los servicios. El malestar del desempleo, la creciente desigualdad y el fomento del consumismo iban preparando un cambio de paradigma.
En 2020 el escenario cambió. La pandemia del coronavirus demostró la fragilidad de las cadenas de suministro global. Los países más indefensos frente al azote de la enfermedad eran los que alojaban las fábricas y los que explotaban los campos que suministraban bienes y alimentos al resto del mundo. La crisis económica que se generó en todo el mundo aumentó el impacto de la pobreza y el endeudamiento de los estados para amortiguar los efectos de la crisis devaluó el poder adquisitivo de la clase media. Las guerras de Ucrania y Oriente Medio y las tensiones en torno al mar de China incidieron aún más en la ruptura de relaciones comerciales y el cierre de algunos mercados hasta entonces prósperos. La aldea global se iba desmembrando.
Ahora mismo, la globalización como un marco global de intercambio de bienes y servicios ha desaparecido. Los países ahora se enfrentan a un escenario de relaciones bilaterales, negociando las condiciones de sus intercambios económicos y sus alianzas estratégicas. Ha llegado el tiempo de los aranceles, de las negociaciones y de las alianzas. El mundo se está reconfigurando.
Un nuevo escenario no carente de peligros como, por ejemplo, el olvido de los más necesitados. Se están creando nuevas bolsas de pobreza. Los cambios geoestratégicos castigan con facilidad a los que menos tienen que aportar en el tablero del juego bilateral.
Otro peligro es el atractivo del populismo, de soluciones fáciles y frecuentemente inviables pero atractivas para los que sufren el castigo de la situación en sus carnes y quieren acelerar el paso hacía alguna utopía prometida tras el horizonte, sea tecnológica, nacionalista o ideológica.
Quizá, el mayor peligro sea dar la espalda a las prioridades propiamente humanas, desechando la ética de lo bueno y poniendo en su lugar la elección de lo útil. El ser humano, su dignidad y su vocación deben estar por encima de atajos fáciles que acaban siendo trampas para perder el camino.
En estos días experimentamos el desarrollo de un conflicto global. La ambición de las grandes potencias, sus objetivos cortoplacistas y sus intereses unilaterales nos están llevando por un camino que no sabemos dónde puede terminar.
Deseamos con esperanza que el objetivo de la paz, la defensa del bien común y la fraternidad entre los pueblos se impongan sobre la ambición y el resentimiento que provocan estos tiempos de conflicto.
GRUPO AREÓPAGO
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