El principal partido de la oposición acaba de hacer pública su propuesta de reforma de la Constitución Española, bajo el título “Por un nuevo pacto de convivencia”. Sobre la base de la necesidad de implicar a las nuevas generaciones en la definición del pacto y de adecuar el texto a las transformaciones experimentadas por nuestra sociedad desde 1978, en ella se contienen diferentes propuestas sobre temas muy variados: organización territorial del Estado, derechos sociales, calidad democrática o relaciones exteriores. En el epígrafe relativo a derechos y libertades, plantea consolidar el principio de laicidad, incluyendo el sometimiento de los representantes públicos al principio de neutralidad religiosa en sus actuaciones. En declaraciones a los medios, desde distintos ámbitos, se ha concretado esta línea de reforma en la eliminación de la mención en nuestro texto constitucional a la Iglesia Católica, la supresión de la religión en la escuela o la prohibición de símbolos religiosos en los espacios públicos.
A nivel individual, la libertad de pensamiento, conciencia y religión conlleva no sólo el derecho a adoptar las creencias que uno considere más adecuadas, sino también la facultad de manifestarlas públicamente. A nivel colectivo, nuestro modelo de civilización se explica en gran parte por el papel que ha jugado a lo largo de la Historia la religión cristiana. Una sociedad como la española no se entiende sin ese componente religioso –que sigue presente y muy vivo en manifestaciones culturales e ideológicas, pero también en expresiones públicas de la fe–. Prescindir de todo ello es, sencillamente, excluir a una parte relevante de españoles del nuevo pacto de convivencia que se pretende forjar. Y, peor aún, implica dejar de lado una forma de entender el ser humano y el mundo que puede ayudar eficazmente a la resolución de los problemas que se nos plantean como comunidad.
La laicidad no consiste en la reducción de la fe al ámbito de lo privado; implica ser verdaderamente neutral ante la religión, permitiendo que ésta tenga su espacio cuando los individuos así lo quieren, personal y comunitariamente. La separación Iglesia-Estado no se rompe únicamente cuando desde el Estado unas determinadas creencias son colectivizadas por imposición, sino también cuando desde el Estado se excluye toda libertad de manifestar públicamente la fe y de tratar de influir, desde el diálogo y el debate, en la toma de decisiones públicas.
Como señala el Papa Francisco en Lumen Fidei, la fe es luz y, como tal, ilumina la vida en sociedad. Definitivamente, la fe es un bien común.
Grupo Areópago
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