El pasado 5 de agosto conocíamos la terrible noticia del asesinato en Castelldefels de una mujer y sus dos niños a manos del marido, padre de las criaturas, que terminó suicidándose; el 31 de julio había saltado a la luz otra noticia similar: un hombre divorciado mataba en Moraña (Pontevedra) a sus dos hijas y después intentaba quitarse la vida. La pasada semana se descubrían los cuerpos de dos chicas desaparecidas en Cuenca supuestamente estranguladas por el ex novio de una de ellas. En todos estos casos, los medios de comunicación han presentado los hechos como violencia machista, es decir, como asesinatos producidos como consecuencia de la situación de desigualdad de la mujer y de las relaciones de poder de los hombres sobre las mujeres. Como siempre, la única reacción de los responsables públicos, que es también mayoritaria en las redes sociales, se ha limitado a condenar los asesinatos y a manifestar la importancia de no tolerar ningún tipo de violencia de género. Ninguna reflexión más allá; ninguna medida que vaya a la causa última de esta situación.
Todas estas muertes son consecuencia de la violencia, ciertamente. Violento es aquél que, estando fuera de su estado natural, actúa con fuerza contra otra persona, atentando contra su integridad física. La pregunta que debe formularse es qué lleva a esa persona a actuar de esa manera. La única explicación en todos los casos no puede ser, sencillamente, su actitud de prepotencia respecto de las mujeres. Por tanto, la única medida no puede consistir en plantear esta realidad como un conflicto entre mujeres y hombres.
La clave de todo ello es el amor. Hemos convertido el amor en puro sentimiento en vez de considerarlo opción de vida por una persona. Hemos transformado la relación de pareja en un simple contrato que se rompe cuando una de las partes lo desea, en lugar de considerarla como un consorcio de vida y amor, como una relación basada en la aceptación y en la entrega mutua y recíproca. Hemos renunciado a la concepción de la vida como una oportunidad para servir a los demás, empezando por aquéllos a los que tenemos más cerca, para pasar a considerarla como un medio para servirnos de los demás en función de nuestros propios intereses. Hemos reducido la familia a una cuestión privada sin relevancia pública, olvidando su carácter nuclear para la sociedad.
La lucha contra la violencia en la familia exige el apoyo a la familia, la revalorización del matrimonio, la promoción de la paternidad y de la maternidad. Y, junto con ello, una sociedad en la que lo importante no sean las estadísticas, sino cada persona.
Grupo AREÓPAGO
Muchas grs.y saludos.