Para el que sigue a Jesucristo, deseando ser discípulo suyo, los días de los misterios de Dios son siempre el Triduo Pascual de la pasión, muerte, sepultura y resurrección de Cristo para sentarse a la derecha del Padre. Nadie que se diga cristiano puede ser indiferente a este misterio de misterios. Seas fiel laico, consagrado o pastor en la Iglesia, el Triduo Santo te afecta en tu ser cristiano. No seríamos cristianos si no hubiera ocurrido la muerte y la resurrección de Jesús. Seríamos otra realidad distinta, pues nos consideraríamos solo personas que comparten una manera de ser, una “filosofía”, o partidarios de un camino entro otros muchos caminos.
Sé que muchos cristianos se han olvidado de dónde nacimos y que no pocos viven sin preocuparse de estos acontecimientos y no parece afectarles demasiado el Misterio Pascual. Otra cosa es que les agrade la Semana Santa como simple espectador y, además, son unos días de vacaciones. Yo no soy quién para juzgarles; pero, eso sí, tengo necesidad de la renovación bautismal de mi iniciación cristiana (Bautismo/Confirmación/Eucaristía), y esa es mi responsabilidad, no vaya a sucederme a mí también ese abandono silencioso de la práctica de la vida cristiana. Muy grande es ese reto de mantener una fe fuerte, no sin debilidad ni pecados, pero sabiendo que el Espíritu Santo es quien nos recuerda las palabras y la vida de Jesús y nos da fuerza para vivir como sus discípulos en estos días de los misterios que nos dieron nueva vida.
Siempre me cuestiona la actual incapacidad de transmitir la fe a los demás en nuestra Iglesia, cumpliendo el mandato del Señor de anunciar que Él está vivo y mostrar la fuerza del Evangelio. Muchas son las causas de esta incapacidad; una de ellas es la realidad de nuestra sociedad, poco o nada abierta al mundo de la fe, tendiendo, además, a vivir “como si Dios no existiera”. En el mundo europeo donde estamos, se están poniendo las cosas de tal manera que se comienza a ver claramente que, de seguir siendo el resorte económico, la carrera en pos de las riquezas, o el mero interés material lo que rija el destino de las naciones de Europa, nos despeñaremos en la ruina moral y material. No es fácil, pues, mostrar otra visión de mundo que no tenga como base únicamente el bajo interés materialista del comercio, del acaparamiento, de la lucha por toda clase de intereses.
Sentimos así nuestra debilidad, sobre todo para testimoniar que nuestra fe es razonable, y, por eso, nuestra vida cristiana pueda contribuir a mostrar un mundo más humano, menos individualista, más centrado en el bien común. Nos deja perplejos el desenvolvimiento de una vida sin referencia a Dios; o una política que no se preocupa del bien común, porque deshecha toda relación con la vida moral de las personas. También nos preocupa que en el panorama español no se consiga razonablemente organizar las funciones del Estado, definir las responsabilidades y los límites de los poderes legislativo, ejecutivo y judicial, y determinar la relación entre los ciudadanos y el Estado.
Secularistas españoles y europeos parecen haber olvidado este último objetivo. Ignorarlo equivale a poner en peligro el entero proceso constitucional. Por eso, si no se reconocen los orígenes cristianos a esta realidad que es España, se puede generar, en el mejor de los casos, una frustración, y en el peor, una auténtica futilidad. Sin duda que en la formación de la España moderna han confluido muchas corrientes culturales, que exigen muchos matices. Por eso, aquí necesitamos tener rigor.
Afirmar que existe una “España cristiana” no es necesaria o exclusivamente reivindicar una España confesional. Es reconocer una España que respeta sin límites la igualdad de sus ciudadanos: creyentes y “laicos”, cristianos o no cristianos. Este no es un problema que afecta solo a los cristianos de España; es una realidad en una gran parte de Europa o en lo que llamamos Occidente. Tampoco viene mucha luz de otras visiones del mundo en otras latitudes. Nuestra fe nos dice que somos ciudadanos de esta España –de los que creen en Dios como fuente de verdad, justicia y belleza, y de los que no comparten esta fe, pero respetan los valores universales que derivan de diversas fuentes– y que tenemos los mismos derechos y responsabilidades en relación al bien común.
Por todo ello, ¡qué importante es vivir con intensidad el misterio cristiano del Triduo Pascual! Hace falta ahondar en nuestra fe y en el seguimiento de Jesucristo muerto y resucitado y en lo que esta gracia de Dios vale para la sociedad en la que vivimos, que es la nuestra. El Papa Francisco nos invita constantemente a salir, a evangelizar, a ser discípulos misioneros, no simplemente para hacer a más personas “de los nuestros”. Es preciso orar para saber cómo actuar en nuestro mundo, y ser así muy perspicaces y más creativos. También conviene tener en cuenta lo que decía santa Teresa del Niño Jesús: “La confianza, y nada más que la confianza, puede conducirnos al Amor”.
+Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo emérito de Toledo.
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