Firma invitada de don Braulio Rodríguez, arzobispo emérito de Toledo: «Certezas» (I)

Para caminar en la vida, se necesitan certezas; algunas, al menos, las necesita el ser humano. También para ser cristiano, para navegar en esta sociedad un tanto descreída. Lógicamente se puede ser cristiano con dudas, con titubeos, con miedos, con esta o aquella manera de ser, que llevan consigo posibles paradojas, pero siempre con certezas de fe. En “Diálogos para Carmelitas”, el escritor católico G. Bernanos describe la paradoja de la carmelita descalza que, no logrando vencer el miedo a la muerte o al martirio en el tiempo de la Revolución Francesa, abandona el monasterio; pero, cuando sus Hermanas son llevadas al cadalso para ser guillotinadas, con miedo, pero decidida, se une a ellas y con ellas muere por Cristo. De lo que quiero hablar, pues, es de certezas que da la fe para vivir el testimonio cristiano en una cultura cada vez más indiferente. Espero explicar bien todo este conjunto de certezas.

En noviembre de 1999, con motivo de la llegada del nuevo siglo, se celebró en la universidad parisina de la Sorbona  un congreso con un lema llamativo: “Dos mil años, ¿después de qué?”. Entre los 18 oradores se encontraba el cardenal J. Ratzinger. ¿De qué habló el futuro Benedicto XVI? Su conferencia, brillante, versó sobre el tema: qué percepción tenía originariamente de sí mismo el cristianismo en el mercado de las tradiciones religiosas de los primeros siglos. Ratzinger reconoció en ese año 1999 que el cristianismo, especialmente en la Europa actual, se encontraba en una profunda crisis. El fundamento de dicha crisis estaba, en su opinión, en la creencia en que la razón y la religión no tienen nada que ver entre sí, que van cada una por su cuenta. No era así en los primeros siglos de la fe cristiana.

Pero nuestro Papa Emérito actual siempre ha buscado “aguas arriba” el argumento a sus afirmaciones. Aquí cita a san Agustín en algún escrito sobre la filosofía de la religión; a la vez nuestro santo obispo de Hipona tiene en cuenta una obra de un tal Marco Terencio Varrón (116-127 a.C.). No se asusten, no quiero complicarles la vida. Sólo decirles que le llamó la atención a san Agustín que Varrón identificara tres aspectos diferentes de la teología (teología es la ciencia de Dios): la teología mística, la teología política y la teología natural o física. Desde el punto de vista de Varrón, el teólogo místico componía himnos a los dioses (los romanos eran politeístas), sobre todo en las obras de teatro, que en esta época tenía un carácter netamente religioso y cúltico; el teólogo natural era el filósofo, que va más allá de lo mundano e intentaba entender la realidad como tal, en las academias antiguas, centrando su reflexión sobre la sustancia de la que estaban hechos los dioses; por fin, el teólogo político tenía su hábitat natural en los órganos de gobierno y su “teología” estudiaba la adoración y el culto <a esos dioses> en su organización externa, que era obligatoria para todo el Imperio.

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Ahora bien, el ordenamiento del culto, el mundo concreto de la religión, no pertenecía al orden de la realidad como tal, sino al orden de las costumbres (en latín, mores), según este autor romano. Desde este punto de vista, la religión es esencialmente un fenómeno político o lo que hoy llamamos una ideología. Por esta razón, san Agustín situaba el cristianismo en el ámbito de la teología física o natural, donde la razón sí cuenta, y cuanta la vida de cada día. De manera que el cristianismo consideraba como antecedente suyo la racionalidad filosófica, no los cultos míticos que tienen su justificación última en la utilidad política. Esta es la razón por la cual el cristianismo, al entenderse a sí mismo como triunfo del conocimiento sobre el mito, tenía que concebirse como universal. La razón de esto es que el cristianismo no estaba de acuerdo con la relatividad de tantos dioses cívicos. No quería, pues, la utilidad política de la religión. Lo cual trajo una consecuencia que pagaron caro los cristianos en aquel Imperio Romano: las persecuciones de los emperadores romanos.

El cardenal Ratzinger en aquel congreso de París en 1999, siguiendo la estela de san Agustín, además de situar el cristianismo bajo la bandera de la religión natural, observaba que, a pesar de las persecuciones tan duras, la fe cristiana trajo consigo una profunda modificación de la imagen filosófica de Dios: el Dios en el que creen los cristianos es realmente un Dios natural, en contraste con los dioses míticos y políticos; pero no es Dios todo lo que hay en la naturaleza. Hay una cierta separación entre la naturaleza que todo lo abarca y el Ser que le proporciona su origen y su comienzo. Pero, además, este Dios no es un Dios mudo, habla. Este Dios entró en la historia humana.

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Según esta interpretación de la historia, se comprende que el cristianismo fuera convincente precisamente porque conjugaba fe y razón. Pero sobre todo porque dirigía su acción, la acción de los cristianos, a la caritas, a la caridad, esto es, el cristiano ponía el acento en el cuidado amoroso de los sufrientes, los pobres y los débiles. Así que la concepción del cristianismo primitivo era muy sencilla: Dios, conducta moral y religión estaban ligadas entre sí de forma que no se pueden desligar. Precisamente este vínculo ayudó al cristianismo a ver y navegar en medio de la crisis de aquellos dioses y de la crisis de la forma de entender la razón entonces.

Es interesante, pues, mostrar las diferencias entre el cristianismo y las religiones del mundo en la Antigüedad. En este sentido, nos ayudará antes ver que, para ir más allá del ámbito del mito y de la experiencia religiosa humana primitiva, una cosa es la tradición, por ejemplo, del budismo, para quien Dios es totalmente pasivo y el elemento decisivo es la experiencia humana de Buda, y otra la que podríamos llamar la “revolución monoteísta”, como el judaísmo, el cristianismo y el islam. El Dios de estas tres grandes religiones monoteístas es activo y, en algún sentido, invita a la persona humana a relacionarse con Él. Por eso, las tradiciones monoteístas tienen carácter histórico. Por lo que se refiere al cristianismo, éste es esencialmente fe en un acontecimiento, cuyo protagonista es Dios Padre, que envía a su Hijo por obra del Espíritu Santo, haciéndose historia, pues “se hace visible” para el ser humano.   

Pero ahora se trata, en medio de esta crisis de humanidad contemporánea de la que hablaba Benedicto XV en el año 1999, de dirigir nuestros esfuerzos por restaurar la certeza de que el cristianismo es religión verdadera, o religión de la verdad tanto en la doctrina como en las buenas acciones. En ella convergen el amor y la razón como columnas esenciales de la realidad: la verdadera razón es amor y el amor es la razón verdadera. En su unidad, forman la verdadera base y la meta de toda la realidad. ¿Os imagináis a un partido político que partiera de esta base? Están ocupados en que salgan otras leyes. Ya conocemos la abrasiva ley de educación, una vergüenza.                   

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Recuerdo la aparición de la primera encíclica de Benedicto XVI, Deus caritas est, el 25 de diciembre de 2005. Me impresionó su primera lectura por muchos motivos, por algunas de sus frases preciosas y, a la vez, rotundas, firmadas el día del nacimiento de Cristo. Ahora solo quiero subrayar lo que en esta colaboración mía para Areópago ha aparecido ya varias veces: el ser y el amor son convertibles. Y esto quiere decir, sencillamente, que el cristianismo será hoy también convincente si conjuga fe en un Dios personal, que ha entrado en nuestra historia, y razón; y si dirige su acción a la caritas, el cuidado amoroso de los sufrientes, los pobres y los débiles.

Me gustaría proseguir el tema de esta reflexión. Pero debo, si los lectores no se cansan, dejarlo para la próxima entrega, si Dios quiere. Si acaso les cansa, no me hagan caso. Lo importante es que ustedes reciban una ayuda pequeña para que su fe en el Dios verdadero sea posible en la sociedad en que vivimos. ¡Son tantos los que necesitan alguna certeza!

+Braulio Rodríguez Plaza, Arzobispo Emérito de Toledo

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