Firma invitada de don Braulio Rodríguez, arzobispo emérito de Toledo: El Covid-19: de nuevo y con renovado rigor

Ingenuamente, hemos pensado que todo se había pasado cuando el 22 de junio entramos en “la normalidad”. Pues no, por desgracia, o por imprevisión e irreflexión, a la que han contribuido nuestros gobernantes con su optimismo interesado, aunque haya sido de buena fe. “La pandemia sigue causando heridas profundas, y desenmascarando nuestras vulnerabilidades”, ha dicho el Papa. Muchos difuntos, muchísimos enfermos en todos los continentes. Y muchas personas y familias que viven un tiempo de incertidumbre, a causa de los problemas socio-económicos, que afecta sobre todo a los más pobres.

En este panorama, conviene recordar que la Iglesia, “aunque administre la gracia sanadora de Cristo mediante los sacramentos, y aunque proporcione servicios sanitarios en los rincones más remotos del planeta, no es experta en la prevención o en el cuidado de la pandemia. Y tampoco de indicaciones socio-políticas específicas” (Papa Francisco, catequesis día 5 de agosto 2020). Esa es la tarea exigible a los dirigentes políticos y sociales. Sin embargo, lo largo de los siglos, y a la luz de Evangelio, la Iglesia ha desarrollado algunos principios sociales que son fundamentales, aunque nuestros dirigentes les hagan muy poco caso. Están en otra onda. He aquí unos cuantos principios sociales, estrechamente relacionados entre ellos: el principio de la dignidad de la persona, el del bien común, el principio del destino universal de los bienes, el principio de la solidaridad, de la subsidiariedad, y el principio del cuidado de nuestra casa común, lo creado por Dios. Tenemos que estar convencidos que estos principios ayudan a los dirigentes, los responsables de la sociedad para, en esta pandemia, sanar el tejido personal y social. Nosotros, los cristianos, creemos que estos principios expresan, además, las virtudes de la fe, de la esperanza y del amor, de formas diferentes. ¿Por qué no proponer a nuestros ideologizados dirigentes que consideren estos principios y dejen de pensar que valen solo para cristianos?

  Además, para que nuestra aportación a la solución a la pandemia resulte “cristiana”, es importante saber y transformar las raíces de nuestras enfermedades físicas, espirituales y sociales. Podemos sanar, así, en profundidad las estructuras injustas y sus prácticas destructivas que nos separan los unos de los otros, amenazando la familia humana y nuestro planeta. Para ello, hemos de tener fija nuestra mirada en Jesús y abrazar con fe la esperanza de su Reino de Dios que Cristo nos da.

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Precisamente el ministerio de Jesús ofrece muchos ejemplos de sanación. Basta leer el Evangelio. Nos fijamos en el pasaje de la curación del paralítico de Cafarnaúm en Mc 2,1-12. Mientras Jesús está predicando en la entrada de casa, cuatro hombres llevan a su amigo paralítico donde Jesús; y, como no podían entrar, porque había una gran multitud, hacen un agujero en el techo y descuelgan la camilla delante de Él que está predicando. “Viendo Jesús la fe de ellos, dice al paralítico: hijo, tus pecados te son perdonados” (v. 5). Y después, como signo visible, añade: “Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa” (v. 11).

  ¡Qué estupendo ejemplo de curación! Es una respuesta directa de Jesús a la fe de esas personas. Además, Jesús sana, pero no simplemente la parálisis; sana todo, perdona los pecados y renueva la vida del paralítico. ¿De qué modo podemos nosotros ayudar a sanar nuestro mundo hoy, tan necesitado? Es curioso que, según el Código de Derecho Canónico (Canon 1421), nosotros como discípulos de Jesús estamos llamados a continuar “su obra de curación y de salvación” en sentido físico, social y espiritual. Una buena indicación. Pues, ¡manos a la obra!

 Les invito, para ello, a considerar algo que está en el fundamento de nuestra fe cristiana: la gracia sanadora de Cristo llega a nosotros por los sacramentos que nos permiten el encuentro con el Señor resucitado, y nos renueva. Pero el encuentro con Jesús va más allá, pues no recibimos los sacramentos de manera individualista del que se acerca a la fuente para tomar agua para solo cada uno. Si somos cristianos, nunca lo somos sin ser hijos de la Iglesia, miembros del Pueblo de Dios. Lo contrario es apartarse de la sana tradición cristiana. Y pasa mucho. Intentaré con pocas palabras explicar cómo, por desgracia, estamos viviendo la recepción de los Sacramentos. Es una situación que debe cambiar por lamentable.

 Nuestra fe no es de meras “prácticas”. Nos hemos alejado de un “cristianismo sacramental”. ¿Qué es un cristianismo sacramental? Aquel que se vive en común mediante prácticas concretas, ciertamente, y expresiones de devoción comunes, que se comparten de modo natural. Cuando la fe se individualiza y se subjetiviza,se pierde lógicamente ese modo de pensar sacramental y, en definitiva, el modo de pensar católico, y se cae en pensar que todo es obra de nuestras manos; también la solución de la pandemia. Bastar proponérselo uno. Desconfíen de esta manera de actuar. Por el contrario, ese pensar sacramental católico tiene un punto de partida que todo cuanto existe es para nosotros palabra, mensaje de Dios, que me es donado previamente y yo lo puedo reconocer y luego traducir en la práctica.

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 Eso es muy distinto de acercarse a los sacramentos solo como “consumo”, porque me apetece o porque, en determinados momentos, es costumbre hacerlo. Todo cual tiene mucha importancia. Pongamos un ejemplo: pensemos en la diferencia sexual, que tiene un significado dado a partir de la creación. En nuestra sociedad, ese carácter vinculante de la diferencia entre hombre y mujer se ha convertido en algo absolutamente incomprensible, sobre lo que ya no se argumenta, sino que se dice sin más “es absurdo” o, peor aún, es “inadmisible” tal diferencia entre mujer y hombre, porque esa diferencia, se piensa, la hago yo, no me viene impuesta por la cultura de siglos. ¿Hasta aquí llega la ideología de género? Pues sí, hermanos. Solo por no aceptar lo que Dios ha creado: la maravilla de ser hombre y mujer, que se complementan necesariamente. Algo de esto, en un campo bien diferente, sucede con lo que pensamos de los Sacramentos. Es un peligro real.

  Cada vez son menos los católicos que saben por qué la Iglesia “obliga” a cada uno de sus hijos a celebrar Misa los domingos y a recibir, por ejemplo, el sacramento de la penitencia por lo menos una vez al año. ¿Quién sabe todavía que lo que está en juego en todo ello es la sacramentalidad de la Iglesia, que es lo contrario de sacramentalismo? Nuestros contemporáneos, en general, tienen (o tenemos) una relación con la fe y los sacramentos que está marcada por un horizonte subjetivista. Lo explico:  si la misa dominical “me dice algo”, entonces sí que voy, pero si el celebrante o la predicación no me van, entonces dejo de ir. Se ha dejado, así, de pensar en lo que la Santa Misa es objetivamente, como actualización del misterio pascual de Cristo Jesús. Vamos hacia la incomprensión radical del precepto dominical. ¿No sería, más bien, la Misa algo que me consuela o que fortalece mi fe individual como miembro de la Iglesia? Y que debería yo celebrar y recibir al Señor sacramentado con las debidas disposiciones lo sienta o no, porque lo necesito.

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En los tres sacramentos de la iniciación cristiana, bautismo, confirmación y eucaristía, está clara la referencia a la Iglesia. Por el bautismo nos hacemos miembros e hijos de la Iglesia y podemos así recibir la gracia que por ella se nos transmite y ser presencia viva de Cristo en medio del mundo. En la confirmación también está claro que uno no se confirma para sí ni desde sí, sino en orden a la misión de la Iglesia y como desarrollo del mismo don y de la misma fe que ha recibido en el bautismo. Lo mismo sucede en los demás sacramentos: no se trata de algo que Cristo me da a mí o que yo interiormente recibo, sino de algo que es regalado en la Iglesia y para la Iglesia.

   No me he desviado de lo que el Papa Francisco decía en esa catequesis del 5 de agosto de 2020. El Covid-19 debe afrontarse con verdadero interés pues trae consigo sufrimiento, incertidumbre y una serie de problemas socioeconómicos, pero para ello no tenemos por qué dejar a un lado nuestra fe, ni la fe de la Iglesia, rica en humanidad.

+Braulio Rodríguez Plaza, Arzobispo Emérito de Toledo.

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