El ejercicio del poder en la vida del hombre es algo muy complejo y difícil de fijar en sus límites pues se manifiesta de manera muy diversa en todo el entramado relacional humano: en el familiar y social, en el mundo de la economía, de la política o la religión… El diccionario de la RAE, en una de sus diversas acepciones, lo define como “dominio, facultad y jurisdicción que alguien tiene para mandar o ejecutar algo”. Jean Piaget -pionero de la psicología evolutiva- en sus estudios sobre el desarrollo cognitivo en la infancia lo consideró, desde los primeros pasos que da el hombre, como categoría y expresión esencial para su desarrollo cognitivo y emocional, pues le capacita para relacionarse con su entorno, interactuar en él, modificarlo o controlarlo.
Pero el ejercicio del poder no es algo neutro. Las opciones de la persona, los aprendizajes individuales, la ética, los valores y la cultura determinan el uso que lo damos y las formas de ejercerlo. Por ello, desde esta comprensión del poder, necesita discernimiento sobre cómo lo canalizamos y equilibramos para que siempre tenga como finalidad la felicidad de los hombres y la consecución del bien común, y no como un medio o instrumento de dominio y represión de unos hombres sobre otros.
El ejercicio del poder en la actividad política está en la actualidad muy cuestionado. Como parte esencial que es de nuestra vida social organizada en cuanto sus decisiones afectan a un colectivo, su búsqueda, consecución y ejercicio es una acción legítima y necesaria; la historia se ha forjado y crecido muy principalmente desde una utilización dinámica tensional equilibrada. Pero en la actualidad, sus formas de ejercerlo suscitan en el ciudadano medio “de a pie”, en los medios de comunicación considerados tradicionalmente como el “cuarto poder”, en el ámbito de la clase intelectual y entre los mismos políticos, muchos interrogantes.
Es manifiestamente visible que vivimos tiempos complejos y convulsos. Nuestra vida política, igual que sucede en otros campos de la actividad humana, no puede sustraerse a esta situación de cambio antropológico y cultural global actual que está produciendo tantas crisis. Nuestras democracias occidentales, con etiquetas de liberales y representativas, se encuentran hoy infectadas por las ambiciones de muchos poderes fácticos, por una partitocracia que propicia polarización y exclusión en la sociedad, y por unas élites ambiciosas y narcisistas de dudosos principios éticos con fuertes tendencias populistas. Se ha olvidado que la esencia de un sistema de gobierno democrático se cimenta en la división de poderes (Montesquieu), en el respeto a los derechos y libertades individuales y colectivos, en el sometimiento al imperio de la ley y en la utilización de medios y contrapesos que posibilitan el control al poder. Sin estas premisas, en la vida política se instala con facilidad, que es lo que está sucediendo en nuestro país, la política del enemigo al que hay que eliminar, la política del todo vale -olvidando ética, principios y valores- y la utilización sin límites del engendro actual pseudocultural de la posverdad: Contexto propicio para que se instale en las sociedades el virus de la corrupción. Desde estas perspectivas se corrompe la vida política, cunde la desafección de los ciudadanos hacia la política y en consecuencia la democracia, considerada como el mejor de los sistemas políticos conocidos, pierde su sentido y su vigor. La llamada que nos hizo el Papa Francisco sigue pues estando vigente: “Ante tantas formas mezquinas e inmediatistas de política, recuerdo que la grandeza política se muestra cuando, en momentos difíciles, se obra por grandes principios y pensando en el bien común a largo plazo. Al poder político le cuesta mucho asumir este deber en un proyecto de nación” (Fratelli Tutti 178)
GRUPO AREÓPAGO
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