De Berlín a Kenia

jesuis

Hace unos meses celebrábamos el veinticinco aniversario de la caída del muro de Berlín. Un muro que, ciertamente, no cayó solo, sino que fue derribado. Pero no fue derribado a cañonazos ni como consecuencia de una revolución violenta, sino silenciosamente; no fue derribado desde el odio –y vaya si había motivos para odiar-, sino desde el abrazo a los otros; no fue derribado utilizando los mismos métodos que lo habían levantado, sino desde la fidelidad y respeto a la verdad –no a la mentira–. La vieja Europa se estremecía esos días viendo imágenes de alemanes de los dos lados abrazándose… sin ni siquiera conocerse. Aquellas imágenes expresaban una realidad más grande que las ideologías: que el otro no es un “algo ajeno a mí”, ni siquiera es solo un “alguien anónimo”, sino alguien de quien me preocupo y el cual se preocupa también por mí.

Esto es lo que ha expresado de modo tan elocuente el personalismo comunitario. Para Gabriel Marcel yo no soy realmente yo sino a partir del momento en el que me abro a un . Pero un no consiente ser tratado como un él, como alguien ajeno a mí, sino como alguien del cual me ocupo y el cual se ocupa de mí. Y si el otro deja de ser un para mí, dejo de tratarlo como persona. Y entonces soy yo el que se des-personaliza, dejo de ser, propiamente, yo. Cuando esto sucede en una sociedad, entonces podemos hablar de degradación moral, que supone el cáncer de una civilización.

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El modo en el que los medios de comunicación han tratado algunas noticias en los últimos meses nos sirven de ejemplo de esta degradación social: fue noticia el ébola solo cuando su riesgo podía afectar a nuestra tranquilidad. Fueron noticia las protestas para intentar salvar al perro excálibur. Pero ya no lo eran los cientos de muertos por ébola en África durante esos días. Fue noticia el atentado contra Charlie Hebdo, pero parece que el asesinato de 148 estudiantes en Kenia no lo es.

Sencillamente se trata de un interés social que solo parece mostrar sensibilidad a lo que de algún modo pueda intranquilizarme, pero no a lo que afecta al sufrimiento de otros. Esto significa que Occidente lleva tiempo instalado en el nihilismo como ya profetizara Nietzsche. Un nihilismo que surge de la pérdida de consciencia de la presencia de un sin el que, en definitiva, yo dejo de vivir como persona.

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