En nuestra sociedad actual va siendo habitual referirnos a ciertas personas que nos rodean en nuestros ámbitos laborales, familiares, de amistades como “personas tóxicas”. El mensaje social que se va extendiendo es que lo mejor y más saludable debe ser alejarnos de este tipo de personas para no dañarnos. No faltan eslóganes en redes sociales como “aprende a identificar personas tóxicas para evitarlas”.
Etiquetar a las personas siempre daña. Es cierto que hay personas que, con sus comportamientos, pueden fomentar que el ambiente que les rodea no sea el deseable. No hay que negar que existen personas con conductas dañinas, a las que habrá que ayudar, directa o indirectamente, a que se corrijan, pero nunca descartar a una persona y aislarla por sus conductas.
Vivimos en la cultura del descarte, alimentando un individualismo, del que ya andamos muy sobrados en nuestra sociedad, donde la realidad es que cada uno de nosotros podemos llegar en algún momento de nuestra vida a ser personas con comportamientos dañinos o tóxicos para los demás. Nadie, por tanto, estamos libres de desarrollar este tipo de reacciones y comportamientos, máxime en tiempos que podemos considerar de alto grado de toxicidad tanto a nivel individual como a nivel social. Basta para ello con ver el proyecto de ley de la eutanasia, la ley del aborto, la ley de educación y todo los que nos viene en sucesivos meses…
Importante es tener muy claro que lo que resulta tóxico o dañino son los comportamientos personales, no las personas, de ahí que etiquetar a una persona como tóxica signifique poner una pesada losa sobre la misma, que en nada ayudará al otro a salir de su situación personal.
Todas las personas, por naturaleza, somos seres sociales, y ninguno de nosotros vamos a madurar aislados, sin acoger a los otros; tras una persona con reacciones dañinas, hay siempre una persona que sufre.
El Papa Francisco nos ha regalado la Carta Encíclica Fratelli Tutti, donde se desenmascara el individualismo indiferente y despiadado en el que hemos caído, haciendo una invitación a cada uno de nosotros a vivir la vida como el arte del encuentro, donde nadie es inservible, nadie es prescindible.
En los nº 222 y 223 de esta encíclica, se nos anima al cultivo de la amabilidad, para convertirnos en estrellas en medio de la oscuridad, invitándonos a no herirnos en el trato, en un intento de aliviar el trato de los demás. Y el nº 224 aterriza esta idea en el hecho de que, siguiendo las palabras del Papa, la amabilidad es una liberación de la crueldad que a veces penetra las relaciones humanas, de la ansiedad que no nos deja pensar en los demás, de la urgencia distraída que ignora que los otros también tienen derecho a ser felices.
Esta invitación del Papa Francisco nos pone a cada uno delante de nuestro propio espejo personal, en el sentido de que si no soy capaz de mostrar misericordia y cercanía ante quien siento que me daña con su comportamiento, es porque mi miseria y fragilidad personal me impiden tratar de entender al otro y abrirle las puertas de mi corazón.
Cabe preguntarnos cuántas personas de nuestro entorno dejarían de tener comportamientos dañinos si nosotros dejáramos de juzgar, tendiéramos la mano como ejemplo de una convivencia sana que vence las incomprensiones y los conflictos. Cabe preguntarnos si el camino de la ternura y de la cercanía se nos hace vergonzoso ante los demás, si nos hemos acostumbrado a hablar de hermanos, pero sin sabernos cercanos a ellos. ¿Habremos perdido el sentido del valor y la dignidad de cada vida humana?
GRUPO AREÓPAGO
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