No son de los obispos, ¡son del pueblo!

Desde hace varios años se está tratando de generar una falsa polémica acerca de la propiedad de determinados templos que, aparte de estar dedicados al culto, poseen un gran valor artístico e histórico y, por ello, generan múltiples ingresos. Se discute su propiedad por considerarse que pertenecen “al pueblo” –lo que ha de ser traducido en este caso por “instituciones públicas”– y por entender que se ha accedido a ella por medios contrarios a Derecho. La polémica no sólo es falsa, sino que, además, resulta artificial. Basta con leer los argumentos que se exponen en los informes de supuestos expertos para darse cuenta de ello.

La inmatriculación es un acto formal consistente en incorporar al Registro de la Propiedad un bien que se posee legítimamente. La inscripción en el mismo se produce una vez acreditada la propiedad mediante justo título; dicho sencillamente, tal inscripción no atribuye la propiedad de un bien, sino que simplemente da fe pública de esta.

A través de una Ley de 1998, partiendo de una situación de facto –la existencia de múltiples bienes que estaban sin inscribir porque la posesión continuada de los mismos durante siglos lo hacía innecesario– se abrió la posibilidad de inmatricular aquellos de propiedad de la Iglesia mediante la presentación de un certificado del Obispo titular de la Diócesis. Esta posibilidad se cerró, con una nueva reforma normativa, en el año 2014, por entender que ya había existido tiempo suficiente para culminar la regularización registral de tales bienes. Durante esos años se han inscrito en los correspondientes Registros de la Propiedad Iglesias, Ermitas, Catedrales, casas sacerdotales o salones parroquiales, es decir, edificios destinados a celebrar y vivir la fe por parte de los fieles.

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Es más que evidente que todos ellos no se conservarían en nuestros días de no haber sido por estar destinados a uso celebrativo y por ser propiedad de “la Iglesia” (Parroquias, Diócesis, congregaciones religiosas). Piénsese sencillamente en el hecho de que la mayor parte de los bienes que fueron objeto de alguna de las desamortizaciones llevadas a cabo en el siglo XIX o bien han desaparecido como consecuencia de su abandono o bien han pasado a manos privadas y, por ello, no pueden ser objeto de uso público.

La propuesta de reclamar la propiedad de edificios de incalculable valor que generan importantes beneficios –aquellos que carecen del mismo no son objeto de reivindicación pública– esconde claramente una desamortización encubierta que cercena el derecho de propiedad reconocido en el art. 33 de la Constitución Española y, sobre todo, la libertad religiosa del 16.

Pero hay más. Son edificios heredados de nuestros antepasados que, durante siglos, han servido permanentemente a la finalidad para la que fueron construidos: dar culto a Dios. No podemos perder de vista esta perspectiva. Por ello se han conservado y por eso son tan bellos. Privarles de tal finalidad sería privarles de su esencia y sólo su pertenencia a la Iglesia la garantiza. Junto con ello, no puede olvidarse el hecho de que los beneficios que generan los que poseen más valor no van al bolsillo de los Obispos ni de los miembros de los respectivos cabildos, sino que se destinan a su conservación, a proyectos de caridad o a iniciativas culturales de las que todos nos beneficiamos.

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Quienes han generado la polémica sólo tienen razón en un extremo. Estos bienes no son (sólo) de los Obispos, sino que pertenecen al pueblo; pero no a cualquier pueblo, sino al Pueblo de Dios. ¿De verdad estaríamos dispuestos a que la Catedral de Córdoba o la de Toledo pasen a ser gestionadas por nuestros políticos?

 

GRUPO AREÓPAGO

 

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