Momentos críticos

Escribo desde mi condición de español, que siente que España se mueve en momentos complejos y complicados, y no es indiferente a lo que está sucediendo en su historia. Lo hago como creyente cristiano, obispo emérito de la Iglesia Católica, con una cosmovisión del mundo y del ser humano concreta, que me ayuda a pensar lo que es mejor para el bien común, con deseo de objetividad, puesto que mi fe no me separa de la racionalidad ni de las lecciones de la historia de mi patria; tampoco de otras experiencias rectas de mis contemporáneos. También tengo presente que el ser humano es débil, muchas veces inclinado a la maldad –al pecado, decimos–, aunque no lo deseemos directamente.

         La historia de la convivencia, de las relaciones de los españoles, digamos desde el primer cuarto del siglo XIX hasta ahora, es francamente mejorable. Yo mismo he vivido, no solo estudiado, mi peripecia histórica desde los años 40 del siglo XX. No creo en historias de buenos y malos puros, como maniqueos, que se sintieran los unos puros, y los otros sean considerados adversarios porque son impuros. Como muchos de vosotros, evidentemente, considero que hay que tomar opciones, tener opiniones sobre tantas cosas en la vida, escoger o no partidos o cualquier forma de intervenir en la vida, donde vivimos, donde estamos, con los que conmigo forman la sociedad que nos es dada, aunque se desee siempre que esta sociedad sea mejor, en sus acciones e instituciones. Por experiencia cristiana y humana sé que la vida concreta de las personas es, creo yo, difícil, que caminamos con continuos retrocesos, fallos y hasta fracasos.

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         Pero esta historia española me ha enseñado que, en la convivencia entre españoles, con tantas peculiaridades distintas, con tantas cosas bellas y grandes, de esfuerzos y bondades, destaca una sombra seria: tantas y tantas veces nuestros antagonismos nos ha llevado a tener al que no piensa como yo, no como adversario, sino por desgracia como enemigo. Y son muchas las veces en las que los conflictos no se resuelven, sino que se hacen irresolubles cuando no lo son, cuando se debería llegar a acuerdos fundamentales. Estamos, tal vez, en una de esas situaciones que nos hacen sufrir.

         En mi opinión, habíamos conseguido, un poco entre todos, un entendimiento en la llamada “transición política”, con una Constitución como eje, una separación Iglesia/Estado, y otros saludables acuerdos. Ya sé que ningún tiempo o época es perfecta, pero, pienso que quien haya llegado o está a punto de llegar a los 80 años ha podido comprender que algo hemos perdido o que algo nos falta de nuevo.

         Pienso que quienes se dedican al noble empeño de la cosa pública, a la actividad política de partidos, tienen la responsabilidad de repensar su rol, su papel en la sociedad española actual. Con todo respeto veo que el papel de los políticos en la España actual está sobredimensionado, que le dan ellos demasiado valor a su tarea siempre importante, pero que debe estar al servicio de resto de la comunidad, de la sociedad concreta en la que viven. Son importantes, pero el resto de la población no debe girar casi siempre en torno a sus caprichos, al menos en tantas ocasiones. También sé lo difícil que es gobernar. Por eso rezo fervorosamente por nuestros políticos y deseo respetarlos y amarlos, porque como cada ser humano es digno de amor. Y es lo que nos ha enseñado Jesucristo.

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         Me gustaría, por último, recordar a nuestros políticos que, cuando los españoles nos dividimos en dos bandos irreconciliables, hay que temblar, porque no lo hacemos someramente sino sin piedad los unos para con los otros, los otros para con los unos: Rezo a Dios para que esto nos suceda.

Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo emérito de Toledo

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