La misión se origina en la contemplación

              ¡Cómo no comprometerse los cristianos por el bien y la justicia! Pecaríamos de omisión al no afrontar tantos actos que atentan contra la vida y la dignidad del ser humano. La acción social de los cristianos, su inserción en la vida pública es necesaria y urgente. Pero la contemplación está unida a la misión, pues en la medida en que se ha realizado lo que es Dios y se ha experimentado hasta qué punto el hecho de conocer y amar a Dios es constitutivo de un humanismo total y de una existencia llena, en esa medida se sufre y queda uno sorprendido de que Dios no sea conocido y no sea amado. En la base de la actitud misionera hay una especie de escándalo ante tal inversión de valores que consiste en que Dios ocupe tan escaso lugar en las preocupaciones de los hombres y mujeres, mientras haya tantas preocupaciones por lo demás. En la medida en que uno se da cuenta de cuánto debe ser amado Dios, se desea también que Dios sea amado por los otros, y se sufre de que sea desconocido o mal conocido.  

              Mantener en nosotros ese sentido de la miseria espiritual de no conocer a Dios en todos los niveles, eso es lo que los hombres y mujeres esperan de la Iglesia. Un ateo o alejado se asombrará siempre de que un cristiano no hable más que de organización social o de cambio económico, porque intuitivamente espera de él otra cosa. Hay en su corazón una especie de incertidumbre y, veladamente a veces, un deseo, de modo que los cristianos que no le hacen pasar a este otro plano le decepcionan. Un ateo espera que el cristiano le explique un poco al menos las cosas de Dios, y si ese cristiano da la impresión de no concederles demasiada importancia, de considerar los problemas puramente humanos como los más urgentes, se decepciona.

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              En este sentido los cristianos decepcionan frecuentemente a los no cristianos. Lo que los no cristianos reprochan a los cristianos no es ser cristiano, sino el no ser perfectos. Acaso lo hacen de forma exagerada e injusta a veces, pues es bastante fácil criticar cuando se está fuera. Quienes quieren que los cristianos sean santos no saben aceptar la parte necesariamente humana que hay en la Iglesia. Pero, en el fondo, tienen razón, porque ¡los cristianos son ridículos cuando ocultan lo que les hace interesantes!

              Es bueno, por otro lado, reconocer que nosotros, los cristianos, no tenemos el monopolio ni del servicio social, ni de las realizaciones técnicas, ni la solución de los problemas de la paz, del hambre, de los países en desarrollo. Los ateos son tan capaces como los cristianos de resolver estos problemas, aunque no lo hagan. Quiero decir que el cristiano lo que aporta a la solución de estos problemas reales es lo que faltará siempre a una solución técnica. En este plano estamos al servicio del trabajo humano con todos los hombres de buena voluntad y sin pretender ningún privilegio.

              La caridad que el Espíritu Santo derrama en los corazones es una transformación del amor al prójimo que le lleva más allá de sí mismo. En este campo de la solidaridad lo que es importante es ver claro lo que resulta irremplazable en Jesucristo: Él nos libera del mal, de la miseria espiritual, del pecado, de la muerte. Solo Jesucristo hace eso. Son realidades que los hombres y mujeres lo esperan en el fondo de su corazón. Por eso nuestra misión es anunciarlo y comunicarlo. Debemos, pues, tener el sentido del carácter eminente de lo que sólo Cristo aporta. Esto es verdad tanto respecto al ateísmo o indiferentismo reinante, como respecto a las religiones no cristianas en su búsqueda.

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              Cristo es la respuesta a esta búsqueda. La Encarnación del Hijo de Dios es el gesto de Dios que viene a tomar al ser humano para liberarle y salvarle. Esto podemos confesarlo con la mayor naturalidad, pues en ello no somos protagonistas. Nosotros somos los testigos maravillados de algo de lo que hemos sido beneficiarios; pero otros hubieran podido ser los beneficiarios. Es un don absolutamente gratuito y por el que simplemente podemos dar gracias, pero que también está abierto a otros. No hay por esto ningún orgullo ni pretensión, para un cristiano, en testificar a Jesucristo. Es lo que tenemos que hacer, sin mirar con desdén, con superioridad, a los que no creen o a quienes tienen otra religión.

        Tampoco es cuestión de admirar todo lo que se hace fuera de la Iglesia y que solo tienen desprecio y desdén por lo que se hace en el interior de la Iglesia y en su tarea evangelizadora y de acción social, contenida en la Doctrina Social de la Iglesia. Dice san Pablo en Gál 6,10: “Por tanto, mientras tenemos oportunidad, hagamos el bien a todos, especialmente a los hermanos en la fe”, a los que, diríamos, están en casa. Pero, sin duda, el más próximo de no cristiano lo encontramos en la oficina, en la fábrica, en el instituto, en el vecino y en tantos con los que convivimos a diario.

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Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo emérito de Toledo

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