La civilización del amor

El compendio de la Doctrina Social de la Iglesia afirma en el punto trescientos noventa y uno que ¨una comunidad se encuentra sólidamente fundada cuando tiende a la promoción integral de la persona y del bien común¨. Persona y bien común son los elementos esenciales por lo tanto para constituir una base firme de convivencia y respeto. A través de ellos pueden surgir conceptos como solidaridad o justicia, los cuales a su vez configuran los primeros eslabones de lo que la Doctrina Social entiende como ¨Civilización del amor¨.

Sin caer en el pesimismo y desde la más absoluta objetividad el mundo que nos rodea cada vez se aleja más de estos parámetros que tienden a encontrarse más y más idealizados. Ya no hablamos de personas sino de individuos y nadie entiende el bien común más allá del interés particular. Como muestra una mirada al espectro político que nos rodea, un contexto plagado de fraudes y falacias en el que hemos aprendido a convivir con el engaño. Una ojeada a la situación económica, una cruda realidad instalada en el estancamiento y la inflación que oprime cada vez más al ciudadano. O un simple vistazo al entorno social en el cual las desigualdades son el caldo de cultivo perfecto para las diferencias y la otredad. En el mundo que nos rodea, madrugamos, trabajamos, corremos y nos alejamos del prójimo en beneficio de nosotros mismos, para que ni un ápice de los demás nos salpique, para que nada perturbe nuestra añorada comodidad.

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Sin embargo, en un mundo gobernado por la inmanencia, la trascendencia es más demandada que nunca. El ser humano inspira egoísmo a grandes bocanadas mientras expira frustración y en ese compás vital demanda medidas mínimas de amor. La gratuidad de la amabilidad en la cola del supermercado, el tiempo que se regala en amigos y necesitados, la ayuda repentina al necesitado, la escucha inesperada en la consulta del médico, la cotidiana caridad con el vecino de al lado. Pequeñas gotas en un océano en un océano demasiado grande y demasiado brusco, pero grandes señales que nos hacen pensar en personas, no en individuos. Pequeños momentos y pequeñas situaciones que despiertan nuestra empatía y nos alejan, aunque sea momentáneamente, de nuestro propio interés en pos del interés general.

La civilización del amor existe, pero no se ve. Y no se ve precisamente por la extraordinaria pequeñez de las piezas que la componen. Una caricia, una mirada o una conversación han quedado relegadas a un segundo puesto en una sociedad marcada por el individualismo, pero son importantes para una persona. Una buena gestión, una economía equitativa o una sociedad igualitaria pueden parecer ideales, pero únicamente a través de ellas se consigue llegar al bien común. No se trata por lo tanto de construir esa civilización sino de aprender a verla, de conseguir ir más allá del mundo de apariencias que nos rodea que nos hace caer en el desánimo y centrarnos en aquello que verdaderamente nos hace felices.

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Sólo cuando seamos capaces de verla seremos personas viviendo en comunidad, personas que trascienden y se proyectan en los demás, personas centradas en la consecución del bien común. Ardua tarea.

GRUPO AREÓPAGO

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