El P. H. de Lubac S.J. hizo una llamada de atención sobre el peligro de alejar de la atención de los hombres y mujeres a Dios, orientada la sociedad europea y occidental cada vez más hacia el ateísmo. Estamos en 1942, en plena II Guerra mundial. Esta tendencia de la cultura no creyente era denominada por este jesuita El drama del humanismo ateo. Muchos han leído este buen libro. ¿Cuáles eran las preocupaciones acuciantes de los europeos en aquellos momentos de guerra? Cómo no morir en el frente y en los bombardeos, cuidar las heridas de las víctimas y enterrar, si podían, a los muertos. Muchos rezaban. Los líderes políticos y los ejércitos estaban ocupados casi solo en cómo ganar la guerra o esta o aquella batalla estratégica; pocos buscaban caminos para la paz. También nosotros, ante la pandemia, intentamos sobre todo cuidar a los enfermos, cuidar de los que cuidan, llorar con los que han perdido a sus seres queridos, y agradecer infinito a tanta gente que ayuda y se esfuerza por cooperar para salir de esta pesadilla. Es lo que debemos hacer. La inmensa mayoría de los ciudadanos guardan su aislamiento, por virtud o porque hay un lógico miedo a contraer el virus desconocido y caprichoso. Luego están las responsabilidades, que vendrán más tarde. ¿Hay qué hacer más? Creo que sí.
Recordaba el P. de Lubac que Augusto Comte, el iniciador del positivismo, y el que quiso cambiar en el siglo XIX hasta las fiestas del calendario cristiano por otras “laicas”, creyó descubrir en la historia de los dogmas de la Iglesia una curiosa evolución: del interés desde la Trinidad a la eclesiología, pasando por la cristología. Comte expresó, además, su convicción de que, por este camino, iría cayendo la Iglesia en el positivismo callada y lentamente, sin darse cuenta de ello. De este modo, la Iglesia ya no se ocuparía de Dios, sino del hombre. Ahí estaría, pues, mostrando su debilidad, de la que se felicitaba. Sin embargo, nosotros también queremos ocuparnos del hombre, por supuesto, pero sin olvidar a Dios; es necesario y pertinente. Lo contrario sería peligroso.
Pero, ¿por qué hablo ahora de estos temas, cuando la humanidad está inmersa en una crisis sanitaria y económica, y sobre todo en el drama del dolor humano? Por supuesto que no estoy oponiendo Dios al ser humano, hombre y mujer. Estoy indicando el peligro de olvidar a Dios en estas dramáticas circunstancias, cuando todo el dinamismo de la fe cristiana puede aportar tanto a curar la pandemia y, sobre todo, a saber cómo orientarla. Pues nos cansamos de cifras, aunque necesitemos de ellas. Aquí es donde hay colocar esa indicación de san Gregorio Magno: “La Escritura crece con quienes la leen”. No podemos, pues, celebrar los cincuenta días de Pascua sin abordar las nuevas preguntas que el hombre y la mujer llevan en su corazón. Al menos, muchos de ellos. Por esta razón, tampoco hemos leído este año el relato de la Pasión de Cristo del mismo modo, en una Semana Santa absolutamente atípica.
Tenemos que estar convencidos de que la cruz de Cristo ha cambiado el sentido del dolor y del sufrimiento humano. De todo sufrimiento, físico y moral. “Ya no es un castigo, una maldición. Ha sido redimida en la raíz desde que el Hijo de Dios la ha tomado para sí”, concluía el P. R. Cantalamessa en su última predicación ante el Papa el Viernes Santo en la basílica de san Pedro. Pero, ¿cómo hacer llegar a nuestros contemporáneos este hablar de Dios en la pandemia, si tantos no entienden ni lo que la palabra Dios significa para ellos? El ateísmo práctico es una provocación de la fe mucho más radical de lo que él mismo piensa. Hay, pues, que saber hablar y, a la vez, dejar pensar y salir al encuentro de las dificultades de los humanos para preguntarse por el sentido, que ellos buscan, aunque no lo reconozcan en ocasiones.
Por otro lado, en situaciones semejantes el sentido de la crítica que se puede llevar a cabo contra Dios, por ejemplo, en la novela Los hermanos Karamazov es diametralmente opuesto al de la crítica del ateísmo tradicional y el actual. No se dirige a Dios, sino al mundo que Él ha creado. Un mundo cuyo esplendor se fundamenta en el sufrimiento de los inocentes es rechazado sin compromiso alguno por Iván Karamazov. Por tanto, habrá que ocuparse de los inocentes, y de los que necesitan orientación en esta pandemia. Muchos no querrán, pero otros sí la esperan, tal vez de nosotros.
Es posible que la palabra “Dios” ha venido a ser una de las más empleadas y malentendidas. No por tantos hijos sencillos suyos que oran con fe y esperanza en medio de esta situación. No queremos hacer de Dios un ídolo que avasalle y ultraje la dignidad del hombre y la mujer, sino hablar de Él con toda responsabilidad, para interpretar una situación fundamental del ser humano: necesita de los demás y de Dios. La palabra “Dios” no se utiliza adecuadamente si no sirve al hombre para ganar su vida y encontrar el sentido de su existencia, aún en la pandemia. El ser humano, en razón de su libertad, pregunta más allá, y su pregunta sobrepasa sobradamente todo lo que existe.
Muchas cosas nos apremian y, pasada la tormenta del Covid-19, más cosas habrá que hacer. Este virus no conoce fronteras. En un instante ha derribado todas las barreras y las distinciones. Tenemos, pues, que mirar adelante. Hay que decirles, sobre todo, a los más jóvenes que griten para que, en opinión del P. Cantalamessa, se destinen los ilimitados recursos empleados para la creación de nuevas armas, para otros fines cuya necesidad y urgencia vemos en tiempo de pandemia y a nivel mundial: la salud, la higiene, la alimentación, la lucha contra la pobreza, el cuidado de lo creado. No importaría que fuéramos más pobres de cosas y de dinero, pero más ricos en humanidad. Y oremos, pidiendo o gritando a Dios que venga en nuestra ayuda y nos salve por su misericordia.
¿Por qué apelo ahora a la oración? ¿Acaso a Dios le gusta que se le rece para conceder sus beneficios? ¿Acaso nuestra oración puede hacer cambiar sus planes a Dios? “No –dice el fraile capuchino italiano–, pero hay cosas que Dios ha decidido concedernos como fruto conjunto de su gracia y de nuestra oración, casi para compartir con sus criaturas el mérito del beneficio recibido. Es Él quien nos impulsa a hacerlo: Pedir y recibiréis, ha dicho Jesús, llamad y se os abrirá (Mt 7,7)”.
Acabamos de ver a Cristo en la Cruz entregando su vida por los hombres: miremos a Aquel que fue “levantado” por nosotros en el Gólgota. Quien lo mira con fe no muere, porque el que ha resucitado nos hace participar de su vida para siempre. “Es necesario que, en la conciencia de cada ser humano, se fortalezca la certeza de que existe Alguien que tiene en sus manos el futuro del mundo que pasa. Alguien que guarda las llaves de la muerte y de los abismos, Alguien que es el Alfa y la Omega de la historia del hombre, ya sea individual o colectiva; y, sobre todo, la certeza de que este Alguien es Amor, el Amor hecho hombre, el Amor crucificado y resucitado, el amor siempre en medio del hombre” (Juan Pablo II, Cruzando el umbral de la esperanza).
+Braulio Rodríguez Plaza, Arzobispo, Emérito de Toledo
Muchas grs. y saludos.
Feliz domingo de la Divina Misericordia.