Firma invitada de don Braulio Rodríguez, arzobispo emérito de Toledo: «Explicaciones necesarias»

Tal vez muchos cristianos se sorprendan de la incapacidad de tantos contemporáneos nuestros, ajenos a la Iglesia, para entender la fe cristiana y la misma Iglesia; de esta incapacidad participan también organizaciones sociales y aun partidos políticos. No estoy hablando de que comprendan y acepten lo que los cristianos somos, y menos lo que hacemos. Tampoco estoy hablando de un proselitismo nuestro hacia estos conciudadanos, proselitismo que no queremos. Sí quiero afirmar que ser cristiano es para nosotros lo más grande que nos ha sucedido, como la gran lotería que nos ha tocado, que debe reflejarse en nuestra forma de encarar la vida con alegría y abiertos a los demás. Insisto: en nuestra sociedad se da, en general, una notable falta de comprensión hacia lo que somos los cristianos y hacia la Iglesia. En cualquier caso, esta falta de comprensión no debe paralizarnos. Lo que nos entristece es el convencimiento en tantos contemporáneos de que la fe cristiana y la actividad de la Iglesia debe retirarse al interior de la persona creyente o al interior de los locales parroquiales, de modo que se piense que la Iglesia no debe tener actividad en la calle, pues esa actividad es “privada”, no “pública”.

Hace solo una semana, en mi colaboración en Areópago de 17.10.2020, llamaba yo la atención sobre la fragmentación de la síntesis cristina ya desde el siglo XIV. Influyó en esta fragmentación el pensamiento de Guillermo de Ockham (+1347). Se comenzó entonces un camino que se puede describir de este modo: de la necesaria distinción entre la naturaleza y lo sobrenatural se pasó poco a poco a una separación entre estos dos órdenes de la realidad, y de lo que era una distinción formal (y no real) se hizo una separación radical. Esta separación tuvo y tiene grandes consecuencias nefastas.

Una de ellas es la llamada secularización; pero más importante es la supresión paulatina de todo aquello que sobrepasa la razón humana al pensar la realidad; la razón pasa así a creerse cada vez más dueña de todo y la medida de todas las cosas. “Lo real es lo que yo controlo”, piensa quien se coloca en este horizonte. Lo demás, si existe, que se vaya a su esfera o compartimento propio. Todavía más grave, en mi opinión, es que se comenzó a pensar que el ser humano tiene en su vida dos fines: Uno “natural, pero al que se le añade otro fin, este “sobrenatural”. De modo que esta dualidad de fines, al aplicarla a la sociedad de entonces y a la actual, da paso a un mundo fragmentado, pues si los hombres y mujeres solo se preocupan del fin natural, se desconectan por la secularización de cuanto es sobrenatural, por ejemplo, de la fe, de lo religioso, del concepto cristiano de gracia/don de la salvación de Dios, de la teología y de la espiritualidad, pues no hay lugar para ella; también de la ética. Ese “mundo” no preocupa. De modo que lo que somos y hacemos los cristianos, en definitiva, nuestra fe y nuestra vida moral, nuestras instituciones no interesan: se suben al mundo sobrenatural y allí se deben quedar; no influyen en la vida diaria, salvo en casos muy excepcionales y por otros intereses.

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Llegados a esta situación en la que ya estamos desde hace mucho tiempo, ¿cómo extrañarnos que la escuela católica no se entienda y se la orille de tantos modos, considerada por algunos como contraria a la escuela pública y subsidiaria de ésta? ¿Cómo extrañarnos de que, partiendo de la razón secular, se diga que la mujer tiene derecho al aborto, o que se entienda la eutanasia como un nuevo derecho a conseguir, obviando otros aspectos de la vida humana con sus correspondientes derechos como los cuidados paliativos? ¿Nos extraña que no se distinga entre fe cristiana y “religión”, esa cosa en la que creen “los que todavía viven en las nubes “?

La “religión” es una esfera, un compartimento particular de la actividad humana, a lado de las demás esferas (la filosofía, la moral, las artes, las ciencias, la política, etc.), piensan los partidarios de la razón secular. Si aceptamos esta manera de ver las cosas, la fe cristiana se desgaja de las realidades humanas de cada día. No nos extrañe, pues, que el campo quede entonces libre para la invasión del laicismo, algo muy distinto de la sana laicidad. Este laicismo se disfraza de “neutralidad”, pero que no lo es realmente. Hay pruebas diarias de esta falsa neutralidad en tantas iniciativas llevadas a cabo en nuestra sociedad, pero que curiosamente tienen ese tinte anticristiano y antieclesial.

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Quisiera referirme ahora a otra consecuencia de esta forma dualista de ver la realidad: la acentuación rígida de “lo público”, separado, claro está, de lo “privado”. Es importante que nuestro pueblo conozca esta manera errónea de considerar “lo público”. Pueden ustedes encontrar en librerías o en las redes publicaciones sobre esta disociación entre “lo público” y lo llamado “privado”. Yo quiero subrayar únicamente un ejemplo donde se ve reflejado ese dualismo: la educación y la enseñanza. La enseñanza pública se identifica con la estatal o la autonómica; la enseñanza “privada”, sea la Escuela Concertada de la Iglesia o de otras iniciativas legítimas, se entiende como una enseñanza que está ahí por si no llega la enseñanza estatal. Así la entienden tantos y tantos en gobiernos centrales o autonómicos, no en todos, gracias a Dios. Por eso, argumentan: si los padres quieren la enseñanza “no pública”, que se la paguen. Como si estos padres no pagaran sus impuestos como los demás.

  Lógicamente no podemos caer en esta simpleza, pero este es argumento de no pocos y cada vez con más poder. Así vemos cómo se maniobra en el Parlamento la enésima ley de enseñanza. Su deseo es que desaparezca la Escuela Concertada e incluso la de otras iniciativas privadas, a las que quieren imponer condiciones de homologación. Pero la enseñanza de los colegios con ideario católico, la enseñanza católica, es tan pública como la llamada “pública”, al menos en países democráticos, que no tiendan al estatalismo, propio de otros tiempos y otras latitudes.

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Recuerdo un encuentro con un dirigente político de un partido político en Toledo, muy partidario él de “lo público” en muchos ámbitos, también en la enseñanza. Hablamos de muchas cosas, pero, cuando nuestra conversación giró en torno a la educación y los centros “no públicos”, yo le dije claramente que en ese punto discrepábamos muy mucho, pues su concepto del significado de la palabra “público” era poco aceptable por irreal. Es lógico evidentemente que haya discrepancias en asuntos concretos de la realidad humana de nuestra sociedad tan plural, pero hemos de tener conceptos claros sobre asuntos que tienen que ver con nuestra manera de encarar la vida que Dios nos da. Y no se trata de convencer con argumentos, es casi inútil el diálogo, aunque sea deseable; al final de lo que se trata llanamente es de la libertad de todos, no la de unos cuantos.

+Braulio Rodríguez Plaza, Arzobispo emérito de Toledo

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