El sábado, 11 de junio 2022, asistí complacido a una jornada en la que participaban miembros de la Iglesia de España: obispos, fieles laicos, presbíteros, diáconos, religiosos y otros consagrados de las 70 diócesis de nuestro país. Se celebraba la Asamblea Final de la Conferencia Episcopal Española en un ambiente cordial, sencillo, agradable y de fiesta; y conocimos una síntesis sobre la fase diocesana del Sínodo sobre la “sinodalidad” de la Iglesia, esa manera tan peculiar y novedosa con la que el Papa Francisco desea que se prepare el Sínodo de 2023.
Me interesa subrayar un párrafo de esa síntesis, porque cuanto se recoge en ella sería demasiado extenso para textos como éste: “Comunión, comunidad, escucha y diálogo, corresponsabilidad, formación, presencia pública, misión son palabras –todas ellas conectadas entre sí– que resuenan con fuerza en las síntesis recibidas <de las 70 diócesis de España>. La comunión se vive en la comunidad, de cuya edificación y desarrollo todos somos corresponsables, bajo la acción del Espíritu Santo; una comunidad que escucha, acoge, nos permite vivir, celebrar y crecer en la fe y nos anima a comprometernos en el mundo para transformar la realidad y anunciar a Jesucristo”.
Es ciertamente encomiable el deseo del Papa Francisco de que todo el Pueblo de Dios camine en “modo sinodal”, pues así es la Iglesia fundada por Jesucristo. Y por eso luchamos desde hace muchos o menos años. ¡Cuánto hemos hablado de corresponsabilidad, de presencia pública, de vivir cada uno su propia vocación! Hay que seguir esforzándonos en esta meta. Sólo quiero, sin embargo, hacer un apunte que, en mi opinión, es vital si queremos ser Pueblo de Dios en marcha y acercarnos a los alejados, a cualquier periferia personal o social, en nuestro seguimiento de Jesucristo.
¿Por qué, a pesar de tanto esfuerzo, no logramos una presencia pública en la sociedad en que vivimos, de modo que sea Jesucristo conocido y amado y lo sea la Iglesia, su esposa? Son muchas las causas. Sólo me fijo ahora en una de ellas y no sencilla, sino vital, por si puede ayudar a quienes lean este texto. El mal de la Iglesia en nuestro tiempo es la separación entre la fe y la vida. Lo dijo el Concilio Vaticano II, lo han dicho los Papas desde Pablo VI. Una separación que no tiene en primer lugar la forma de incoherencia moral, de debilidad o de pecado.
Si nuestro problema principal fuera que somos pecadores, ¿no entraba Jesús en las casas de publicanos y pecadores, y comía con ellos? ¡Si cada uno de nosotros somos como la oveja perdida de la parábola de Jesús quien, dejando la noventa y nueve, fue en búsqueda nuestra! El problema es de otra naturaleza. Nuestro problema tiene que ver sobre todo con nuestro modo de comprender el cristianismo y la vida cristiana. Si nuestro mal fuese simplemente que somos pecadores, la medicina estaría en la penitencia y en la espiritualidad. Naturalmente, entiendo como espiritualidad la vida según el Espíritu de Dios, y no una forma sentimental de autoayuda “como para adolescentes” de cincuenta años que ahora ofrecen también los bancos y las empresas, porque parece que se incrementa el bienestar de los trabajadores, y que, por desgracia, nosotros mismos imitamos.
Fijémonos en este aspecto del problema: el mal está en que concebimos la vida y las cosas de la vida, y la tierra y la creación, y todo, como algo totalmente desprovisto de misterio, como una mera naturaleza. Como algo que cae por entero bajo el control del hombre, y que el hombre pone sin más en manos de la ciencia y de la técnica y de sus respectivos intereses profesionales. Dios es, por tanto, alguien (o algo) que está “fuera” de la naturaleza, fuera del mundo, fuera de la realidad, lo que le deja a las puertas de no tener realidad alguna. Si se le consiente permanecer, es sólo como excusa para el folklore y para un sucedáneo de moral, fabricado con valores comunes que nunca se definen con precisión: un cierto amor a la libertad, una cierta bondad, una cierta solidaridad, un cierto sentido vago de justicia y comprensión.
Pues bien, ese mal se llama dualismo, que consiste en aceptar que el ser humano tiene dos fines, uno en este mundo y otro en el otro. El fin de este mundo puede llamarse, si se quiere, “felicidad”; es “natural” y se alcanza mediante la razón y con las energías del hombre. Es decir, se alcanza con el recurso a la ciencia y a la técnica. Es una “felicidad” que apenas se sitúa más allá de lo que ofrecen el estado de bienestar o el consumo. Es decir, se trata de una felicidad degradada, de una especie de paraíso terrenal de “todo a un euro”. Eso es lo que el ser humano solo, y encerrado en el horizonte de este mundo, puede llegar a producir o incluso a desear. En ese mundo sin Dios no quedan más dioses que “el dinero, la lujuria y el poder”.
El fin del otro mundo, en cambio, es “sobrenatural”, es la visión y el goce de Dios. Pero ese fin sólo sale a la luz después de una especie de triple salto mortal, por el que Dios saca a algunos hombres y mujeres de la oscuridad de este valle y los coloca en la maravillosa terraza “del piso de arriba”. Desde allí se ve el horizonte espléndido de Dios, de la santidad y de las virtudes sobrenaturales: la fe, la esperanza y la caridad. Sin embargo, ese fin “sobrenatural” también lo alcanzaría el hombre mediante determinadas obras que ha de hacer él mismo, el hombre de la terraza. Hay incluso devociones que aseguran la consecución de ese fin, con más o menos trabajo. La infinita trascendencia de Dios y el misterio de la vida humana (o la vida humana como misterio) desaparecen poco a poco, pues están condenados a desaparecer del horizonte de la sociedad en que vivimos.
Todas estas cosas han ido construyendo el armazón de ese dualismo que ha terminado por emponzoñar la Iglesia, que ha roto la conexión entre la experiencia cristiana de Dios y la humanidad de lo humano. Es verdad que el lenguaje cristiano permanece (hasta cierto punto), pero sufre toda clase de sutiles metamorfosis que lo banalizan, lo aplanan y lo vacían. Y eso lo saben los que en nuestra sociedad viven como si Dios no existiera o no tuviera importancia para la vida humana o una importancia relativa, una referencia a “ese algo” que tal vez exista. Y es que todos los que dicen ser no creyentes o “un poco ateos”, incluso aquellos que parecen compartir nuestra fe, son también “dualistas”. Han aprendido ese dualismo y les va muy bien. Porque legislan pensando en los del fin natural. Saben que algunos, cada vez menos, se subirán a la “terraza” y puede ser que chillen algo, pero no demasiado. Y, además, nadie les prohíbe creer en ese Dios transcendente, pero que no traten de que influya en esta sociedad “progresista”, democrática, que sabe resolver sus problemas, sin resolverlos nunca.
Cuando los católicos quieren estar en la vida pública, se encontrarán con estos problemas, pues la fe –les dicen– es algo privado y no debe salir a la luz. No es así la fe católica, para la que Cristo es el centro del universo y tiene que ver con toda la creación, y especialmente con todo lo humano: con su vida familiar y social, con el trabajo y con los modos de concebir y de organizar el trabajo, con la economía y con la política, la de la “polis”. Jesucristo es el centro desde el que todo se ilumina, se discierne, y se puede comprender en su plenitud, en el designio bueno y salvador de Dios. “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14,6). O esto es verdad, o Jesús es un falsario.
+Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo emérito de Toledo.
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