Es un hecho constatable que está creciendo en nuestra sociedad la división y fragmentación extrema. Son muchos los datos cercanos y lejanos que lo avalan. Sirvan como hechos referenciales, entre otros, el bochornoso espectáculo que nos ha ofrecido en estos últimos días la nación más poderosa del mundo y con el sistema democrático más consolidado; o el que nos ofrece día tras día nuestro país, con bloques sociopolíticos contrapuestos que dificultan los acuerdos incluso en cuestiones tan importantes para la convivencia como puede ser la crisis sanitaria y económica que nos afecta, o la legislación educativa tan importante para las futuras generaciones, o en aspectos fundamentales que están en la esencia de la ética sociopolítica como pueden ser los derechos inherentes a la defensa de la vida. La confrontación está continuamente servida: sólo existe el blanco y el negro, lo mío y lo tuyo… no hay matices. ¡Qué difícil resulta en nuestra sociedad conjugar “el nosotros”!
Sin duda, este fenómeno social no es un hecho propio y específico de muestra época. La historia demuestra que la confrontación y el enfrentamiento han formado parte consustancial del devenir humano en todos los tiempos, y en todos los campos de su desarrollo: en lo político, en lo religioso, lo social, convivencial… La Psicología Social habla de que el conflicto y el enfrentamiento son inherentes a la vida social y, además, surgen como una necesidad para crecer en vida asociada. El problema no se encuentra en el conflicto y en su posicionamiento para evitarlo sino más bien en cómo encauzarlo y orientarlo para obtener frutos positivos que procuren el avance del grupo. Pero al mismo tiempo, la realidad histórica nos dice que los conflictos mal resueltos, o que se han querido resolver por la fuerza o por la imposición de un grupo, han derivado en acontecimientos y momentos muy tristes y dolorosos para la historia de la humanidad. Es la lección que la historia como maestra de la vida nos muestra, y de la cual siempre tenemos que estar aprendiendo. Y este aprendizaje nos lleva a comprender que el problema de la extrema polarización social no se encuentra en la diversidad legítima de pensamiento y acción sino en la forma de resolver los conflictos que surgen de esa diversidad; el no haber cultivado las capacidades competenciales necesarias para romper los muros y las fronteras que separan y alimentan el enfrentamiento y el odio.
Nuestro grupo está convencido de que el más importante antídoto para derribar los muros y fronteras que produce la polarización se encuentra en el diálogo social. Es la puerta de entrada por donde han de fluir las corrientes de aire cálido que derritan los témpanos de los fundamentalismos ideológicos que fomentan la bipolaridad. Urge hoy cultivar el diálogo en todas las facetas de la vida y sobre todo educar en él y con él a las nuevas generaciones. Ha de ser objetivo educativo primario para una educación en valores en todas las estructuras de acogida de nuestra vida social: la familia, la escuela, los ambientes… Cultivar el diálogo social exige educar la capacidad de escucha y el respeto al diferente. Todos queremos hablar y que nos escuchen, pero paradójicamente nadie escuchamos. El espectáculo grotesco de las tertulias en los medios de comunicación es triste referencial de este hecho, por no hablar de los debates de nuestros políticos. Sin escucha no puede haber diálogo. Al mismo tiempo, es un hecho constatable que vivimos en un mundo plural, un mosaico formado por personas de distintas razas, religión cultura, géneros… Desde esta perspectiva, dialogar supone además reconocer la dignidad de cualquier persona; el diálogo, de esta manera, adquiere en sí mismo un alto contenido ético.
Adquirir y cultivar las capacidades competenciales dialógicas para hacer posible este antídoto es una tarea urgente.
GRUPO AREÓPAGO
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