La figura del Papa alberga en su haber dos tipos de poder. El primero es enteramente terrenal y hace referencia a su puesto como máximo responsable del Estado del Vaticano, una teocracia organizada a través de una monarquía electiva que se conforma como Estado independiente en 1929 cuando se firman los Pactos de Letrán entre la Santa Sede y el Reino de Italia. El segundo y más importante es espiritual, pues su labor al mando de la Iglesia Católica le confiere un legado recibido directamente del apóstol Pedro, quien a su vez lo había recibido de Cristo, convirtiéndolo en guía y baluarte de la comunidad católica mundial. Su posición en el mundo político como responsable de un Estado posee consecuencias tan llamativas como que tras el fallecimiento de uno de ellos (como ha sucedido en los últimos días con el Papa Francisco) reyes y jefes de estado de diversa procedencia se reúnan para rendir homenaje al difunto. Su poder espiritual, así mismo, le otorga facultades en materia de fe y moral, autoridad docente, pastor supremo y sobre todo líder de comunión. Si hay una faceta en la que los distintos Papas se han afanado a lo largo de la historia es esta última. El Papa de Roma, ya desde sus inicios se convierte en un garante de la unidad de los católicos de todo el mundo, pero también trabaja y lucha en poner su voz en todos aquellos conflictos que suponen una amenaza para la paz.
Podríamos buscar cientos de ejemplos, pero uno de los más curiosos es el que protagoniza Alejandro VII quien tras la paz de Westfalia (1648) y deseoso de organizar una conferencia de paz en Roma accede a que los dos monarcas europeos más importantes del momento erigieran sus estatuas en sitios importantes de la ciudad para sentirse benefactores de la cristiandad y de la misma manera equilibrar fuerzas. Así, Felipe IV de España lo hará en Santa María la Mayor y Luis XIV de Francia lo hará en la plaza Trinitá dei Monti. No es necesario no obstante irse tan lejos en el tiempo. Es fácil recordar la postura abiertamente crítica del San Juan Pablo II con los regímenes comunistas mundiales que desde el primer momento denunció como centros de miedo y opresión, una postura que le llevó a ser uno de los artífices principales de la Caída del Muro de Berlín en 1989 en aras de una paz entre dos mundos enfrentados.
Al igual que sus antecesores el pontificado del Papa Francisco se ha caracterizado por poner todas sus fuerzas por conseguir paz en todos los rincones en los que haya sido necesaria y su búsqueda de comunión universal la ha llevado a la búsqueda de la resolución pacífica de todo aquel conflicto que necesite alzar la voz. Ha hecho llamados públicos a la paz, ha utilizado todos los medios de los que la diplomacia vaticana dispone, ha publicado documentos y ha remarcado con interés la Jornada Mundial de la Paz instaurada por Pablo VI. Su legado, como el de todos aquellos que le han precedido nunca cae en el vacío. Una despejada estancia vaticana con dos sillas en las que el presidente Donald Trump y el primer ministro Zelenski consiguen intercambiar impresiones antes de su funeral han abierto camino a la esperanza en la resolución de un conflicto enquistado en el tiempo y que precisamente el Papa Francisco criticó duramente.
Cuanto se inicie el siguiente cónclave y todos los cardenales electores entren en la Capilla Sixtina tras el respetuoso ¨extra omnes¨ únicamente el Espíritu Santo sabrá aconsejarles de la mejor manera para la elección del sucesor de Francisco. Sobre sus espaldas un doble poder que gestionar y hacer efectivo, una única misión, no obstante, en post del bien de la humanidad. Recemos por ello.
GRUPO AERÓPAGO
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