Hace algunas semanas, en el contexto del debate parlamentario sobre la propuesta de Ley Trans planteada por un grupo político, uno de los diputados encargados de su defensa, con el objetivo de desprestigiar a otro diputado contrario a su aprobación, manifestó que lo siguiente: “ustedes creen en serpientes que hablan, en palomas que embarazan y en que las mujeres provienen de la costilla de un hombre«. Con ello quería evidenciar que tal diputado estaba desautorizado para opinar sobre los contenidos de la norma en tanto creyente.
Una visión superficial del planteamiento –que, no se olvide, tuvo lugar en sede parlamentaria– llevaría a centrar la crítica en que no debería estar permitido desprestigiar de esa forma la fe profesada por millones de personas en el mundo a un parlamentario que representa la soberanía popular, y no sólo a sus votantes. Sin embargo, quedarse ahí implica dejar de lado el principal problema de fondo, mucho más profundo, que refleja una visión que comparte un número cada vez mayor de personas: la de no tomarse la fe en serio, es decir, como algo razonable; la de considerar la cuestión de Dios como algo no científico; la de mantener que la teología no es una disciplina al nivel de otras ciencias generadoras de conocimiento.
Efectivamente, con una afirmación de esta naturaleza, el político en cuestión no sólo está despreciando siglos de pensamiento –que, claramente, desconoce–, sino que está considerando, sin ser consciente de ello, que la fe mediatiza la razón, que creer es algo irracional, que los creyentes somos ciudadanos de segunda categoría.
Ese es el drama de Occidente, que tantas veces ha denunciado el Papa emérito Benedicto XVI, consciente de que nuestra civilización es la simbiosis entre el pensamiento griego, el Derecho romano y la religión judeo-cristiana.
Partiendo de esta premisa se entiende mejor el posicionamiento a favor de una ley (que, aunque no ha sido aprobada finalmente, volverá al Congreso más pronto que tarde) que desprecia al ser humano en su dignidad, que busca construir una nueva forma de ser persona desagregada de su naturaleza, que condena a su propia individualidad, bajo una falsa apariencia de libertad, a quien duda de su condición objetiva de hombre o mujer y excluye a quienes, desde la razón –y/o, desde la fe– poseen una visión diferente.
Perder la referencia de la fe implica, en cierto sentido, perder una parte importante de la capacidad de razonar. La anécdota parlamentaria referida es una prueba –otra más– evidente de ello.
GRUPO AREÓPAGO
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