Originalidad VS. Artificialidad: Una experiencia personal cualquiera

Sábado por la tarde, después de comer, aprovechando uno de esos raros momentos libres que de vez en cuando nuestro frenético ritmo de vida nos deja, termino en Toledo, en un lugar inmejorable en el que sentarse a tomar un café mientras, con el sonido del río Tajo de fondo, contemplo la impresionante estampa de la ciudad. Estoy solo y tengo tiempo: es el momento.

Preparo boli y papel, ordeno mi café, y me pongo a pensar sobre el tema del que puedo escribir ¡hay tantas cuestiones de actualidad sobre las que se puede aportar algo! El problema de la vivienda, la regularización de los inmigrantes en situación irregular en nuestro país, la polarización política a nivel interno, la guerra de los aranceles… Ninguno de ellos me motiva; quiero escribir sobre algo menos omnipresente en los medios. Pienso de nuevo en temas: el fracaso escolar, la crisis de las familias, la incertidumbre del mercado laboral, la cuestión de la eutanasia… Sin embargo, el entorno me inspira a intentar escribir algo más profundo, más trascendente, de mayor calado en cuanto al alcance de la reflexión.

Entonces se me ocurre una idea. Cojo mi móvil, hasta ese momento olvidado por la maravilla del paisaje toledano, y me pongo a “charlar” con Copilot, la app de inteligencia artificial generativa que tengo instalada. Dicto la orden, doy el contexto de lo que pretendo y, rápidamente, me aparecen en la pantalla una serie de temas que tratar. La propuesta no se limita al título, sino que añade unas líneas sobre el posible enfoque y contenido y ofrece la posibilidad de profundizar en cada uno de ellos.

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Elijo uno, a lazar, y rápidamente desarrolla una serie de ideas, con una estructura más que adecuada: introducción, claves del tema desde la Doctrina Social de la Iglesia, conclusiones a modo de cierre. Es en ese momento cuando decido “interactuar” directamente con la herramienta, como si fuera una persona, emulando el famoso test de Turing.

Empieza la “conversación”. “Ya me has hecho tú el artículo; ¿qué puedo aportar yo?” –lanzo mi queja, desafiante–. “¡Entiendo! –me responde–. Mi intención era darte una base sólida para que puedas desarrollar tu propio artículo. Aquí tienes algunas ideas sobre cómo podrías empezar y personalizar el contenido”. Me aporta seis ideas verdaderamente estupendas: añade experiencia personal, complementa con estadísticas, profundiza en la perspectiva teológica, explora algunas de las  políticas públicas relacionadas… “Pero es que los datos y el análisis que me estás recomendando aportar a mí los tienes tú y los conoces mejor que yo porque puedes acceder en segundos a muchas más fuentes de información de lo que yo sería capaz en toda mi vida” –le comparto, no sin cierta tristeza–. “Entiendo tu preocupación  –nuevamente “me entiende”–. Mi objetivo es proporcionarte una base sólida para que puedas desarrollar tu propio artículo con tu perspectiva única. Aquí tienes algunas formas en las que puedes aportar tu toque personal con tu conocimiento”. Lo vuelve a hacer, más ideas, más contenido, todo ello guardando plena coherencia con lo anterior y con ideas que no solo tienen sentido, sino que verdaderamente permiten conformar un artículo razonablemente fundado y con cierto valor en cuanto a contenido. Dejo ahí la “conversación”. Ya está todo dicho.

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La aplicación me entiende, es capaz de dialogar conmigo, aporta ideas valiosas, puede perfectamente hacer el artículo que yo quería escribir, con el número de palabras exacto que necesita la columna, un uso correcto del castellano y todo en un tiempo de 10 segundos.

Yo sé que es una herramienta.

Mi conciencia no me permite “ plagiarla”, ni dejarme suplantar por ella o “esclavizarla” haciendo que trabaje para mí a la hora de cumplir con una obligación asumida. Tampoco puedo aceptar, sin más, los datos que me ofrece, las afirmaciones que realiza, las tareas que me propone. No tengo la absoluta certeza de que sean correctas. Pero la línea que separa la originalidad y autenticidad humanas de la artificialidad del producto de una máquina hecha por humanos es estrecha, muy estrecha.

Cuando estas herramientas están instaladas de serie en todos nuestros dispositivos y su uso se encuentre plenamente generalizado, ¿qué ocurrirá? ¿Cómo impactará en la literatura, el arte, la cultura a medio plazo? ¿Y en la educación de nuestros hijos? ¿Qué será natural, respondiendo a lo propiamente humano, y qué no? ¿Qué será original, en tanto que fruto de experiencias únicas de quien escribe, y qué no? ¿Estamos preparados para afrontar esta situación? ¿Tenemos, todos, la formación necesaria acerca de cómo hacer un uso correcto de estas herramientas? ¿Poseemos, todos, la capacidad de entender que son, precisamente eso, herramientas al servicio del ser humano, sin caer en el error de personalizarlas y equipararlas a nosotros? ¿Es una cuestión puramente individual, responsabilidad de cada persona que las usa, o existen manifestaciones que exigen una reflexión y una acción colectiva?

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Este debate no es nuevo. Se planteó con el avance de las máquinas a finales del siglo XIX y principios del siglo XX cuando éstas comenzaron a reproducir tareas manuales humanas, tanto aquellas sencillas como otras más complejas, con mucha mayor eficacia y eficiencia; pero constituye un nuevo desafío por su alcance: lo que está reproduciendo la máquina ahora es la capacidad de pensamiento (aunque sea por emulación artificial) y de expresión en lenguaje natural. Permítase la licencia: piensa y habla, aunque sea de una forma muy distinta a como lo hacemos los humanos.

Sus ventajas son indiscutibles; sus riesgos y imprevisibles. La inteligencia artificial nos conforma, nos modula, nos puede deshumanizar; al mismo tiempo, nos permite ejecutar más tareas, llegar a donde no llegábamos, hacer en menos tiempo lo que antes exigía mayor dedicación.

Haríamos bien, en lugar de aceptar y usar acríticamente la inteligencia artificial generativa, en reflexionar personal y colectivamente sobre su impacto en nosotros y en nuestra sociedad.

Isaac Martín Delgado. GRUPO AERÓPAGO

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