El Gobierno de España ha presentado recientemente en las Cortes Generales el proyecto de Ley LGTBI, que se suma a otras iniciativas en esta materia aprobadas por diferentes Comunidades Autónomas –Castilla-La Mancha entre ellas–. Más allá de que siempre resulta preciso tratar de ver los aspectos positivos que todo tipo de iniciativa normativa puede traer consigo (como incorporar medios para evitar la discriminación de las personas por razón de su condición sexual), nos encontramos ante una nueva manifestación de uno de los grandes errores de nuestro tiempo: negar toda realidad objetiva que nos precede y tratar de someter la verdad a voluntad personal.
Con este tipo de normas se aprecia muy claramente: no importa que objetivamente una persona nazca hombre o mujer; el Derecho reconoce la libertad de elegir su género y de recibir tratamiento para cambiar su cuerpo. Algo puramente objetivo como es el sexo –hombre o mujer– queda sometido al deseo de la persona. Y el Estado, en lugar de buscar la preservación del bien común, se limita a reconocer ese derecho, a negarlo en el futuro si se deseara ejercer para volver a la condición sexual anterior (se prohíben las llamadas terapias de reversión) y se despreocupa de las eventuales consecuencias que ese tipo de decisiones, no siempre suficientemente informadas, pueda tener sobre las personas y, en particular, sobre los menores.
Pero resulta preciso ir más allá. Ese sometimiento de la realidad a la voluntad personal abarca otros ámbitos igualmente sensibles y, por ello, peligrosos. Pensemos en la eutanasia: poder decidir sobre la propia muerte en un contexto de especial vulnerabilidad provocada por el sufrimiento no es sino situar a la persona en una situación de debilidad.
Lo mismo ocurre en el caso del aborto: al dejar exclusivamente en manos de la madre la decisión de seguir adelante o no con un embarazo no deseado implica, paradójicamente, limitar su libertad, puesto que en no pocos casos no verá otra opción –que, por otra parte, casi nadie le ofrece, y menos el Estado–. Sin embargo, en el caso del aborto no podemos despreciar un elemento de reflexión adicional, que es el que evidencia con mayor claridad el peligro que supone someter las realidades objetivas precedentes a la voluntad de las personas: la decisión no afecta a un único sujeto, a quien la adopta. Al contrario, afecta a dos: la madre y el hijo, que es un ser humano independiente merecedor de tutela. Una tutela que el Estado no le dispensa.
El Estado niega la vida al embrión en el caso del aborto; el Estado minusvalora la vida y la dignidad de quien sufre en el caso de la eutanasia; el Estado normaliza la opción por el propio género negando la libertad de cambiar en el futuro. En definitiva, lejos de crear las condiciones necesarias para que la sociedad sea justa y equitativa y las personas verdaderamente libres, entra en nuestras vidas, en nuestra esfera familiar, en nuestras conciencias, imponiendo un orden social fruto de una concreta ideología, convirtiéndose en supremo regulador y conformador de la realidad individual y social.
Estas son sólo algunas manifestaciones del fenómeno, que continúa expandiéndose. Ser conscientes de ello es imprescindible. Reaccionar en consecuencia un deber inexcusable.
GRUPO AREÓPAGO
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