La frialdad de no creer en Dios

     En uno de sus “Cuentos de Navidad”, el escritor inglés Charles Dickens narra la historia de un hombre que perdió la memoria de su corazón, esto es, toda esa cadena de sentimientos y pensamientos que había ido atesorando a lo largo de su vida, y en la que había podido ejercer, por supuesto, su amor, y también cometer sus fallos y pecados. Tal desaparición de la memoria parece que le fue ofrecida a este hombre curiosamente como liberación de la carga del pasado.

     Pero pronto se dio cuenta nuestro protagonista de que, con ello, había cambiado el sentido de su encuentro con el dolor, algo tan humano, pues el dolor ya no despertaba precisamente en él más recuerdos de la bondad que había vivido y encontrado en los demás. Quiere esto decir que, con la pérdida de la memoria, había desparecido también la fuente de la bondad en su interior. Y se había vuelto frío, distante de todo y de todos, y emanaba frialdad a su alrededor.

     Algo parecido a lo narrado aborda un gran dramaturgo alemán, cuando observaba los rostros de los que celebraban la fiesta de san Roque, tan popular en Europa y en España, en una comunidad concreta, reunida para festejar a su patrón. Ocurría esto después de una larga interrupción de esta fiesta, provocada por las guerras napoleónicas en los inicios del siglo XIX. Al pasar frente a la imagen del santo, los rostros de los niños y de los adultos estaban iluminados, y reflejaban la alegría del día festivo. Solo los rostros de los jóvenes eran diferentes.

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     ¿Qué les pasaba a esos jóvenes? Pasaban por aquel lugar sin emoción, indiferentes, aburridos. La explicación que da el dramaturgo del hecho resulta iluminadora: nacidos esos chicos en tiempos difíciles, de guerra, estos jóvenes no tenían nada que recordar y, por eso, tampoco nada que esperar. Parece que esto quiere decir que solo quien puede recordar puede también esperar; quien nunca ha experimentado el bien y la bondad, desconoce el recordar y el esperar. Algo ha desaparecido de su corazón o, al menos, le incapacita para recordar y esperar la bondad y le dificulta incluso el dolor de las cosas que hace mal o de modo defectuoso.

     Cualquier sacerdote, en su servicio pastoral, conoce seguramente cómo, al mantener conversaciones con personas que se encuentran al borde de la desesperación o simplemente en situación difícil, cuando esa persona logra despertar el recuerdo de una experiencia de bien, aprende a esperar de nuevo, y se le abre la posibilidad de salida de su desesperanza. Memoria y esperanza forman una unidad indisoluble.

     Al hombre o mujer, a esos jóvenes, también a los que se les ha borrado la memoria del corazón a través de un engañoso espíritu de falsa liberación, ¿no los encontramos muy frecuentemente en nuestra sociedad? ¿No serán producto de una determinada pedagogía de la liberación que indica la no necesidad de Dios para tener esperanza y un futuro de “más liberación? ¿No habremos de este modo envenenado el pasado y con ello convencido que no hay esperanza para aceptar un Dios creador que fundamenta pasado y futuro? Vemos muchas situaciones como estas vividas por tantos jóvenes europeos. Seguro que ningún partido político, al encarar las elecciones al Parlamento Europeo, ha abordado este tema, sin duda importante.

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     ¿Qué tiene que ver la fe cristiana con Europa? ¿Qué significa Europa para la fe de los cristianos? En algún otro texto para Areópago hablé de cómo Europa llegó a ser Europa gracias a la fe cristiana, que lleva en sí misma la herencia de Israel, pero a la vez ha asumido lo mejor del espíritu griego y romano. No entendemos, pues, la fuerte corriente psicológica y política que pretende situarse a espaldas de la Europa histórica, considerada como una alienación de lo auténtico y como causa principal de la amenazante crisis vital en que se encuentra la humanidad.

     Nos olvidamos también de la íntima relación entre la democracia y la fundamentación del derecho sobre normas morales, y no siempre acontece en Europa esta íntima conexión. Toda dictadura comienza maniatando al derecho. Por eso, si la fundamentación del derecho sobre normas morales es el fundamento que da vida la democracia, en lo que se apoya este fundamento es el respeto, común y vinculante, por el derecho público, respecto a los valores morales y a Dios.

     Por consiguiente, la denuncia al dogma del ateísmo como presupuesto del derecho público y de la formación del Estado implica el rechazo de lo que es la nación o la revolución mundial como el sumo bien. Como constitutivos, pues, de Europa hay que reconocer la aceptación y la garantía de la libertad de conciencia, de los derechos fundamentales, de los derechos humanos, de una sociedad humana y libre.

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     La aceptación de la separación entre el Estado y la Iglesia, la libertad de conciencia, los derechos humanos y la autorresponsabilidad de la razón, sin embargo, no nos lleva por supuesto a la exaltación unilateral de estos valores. Y también a mantener firme el afianzamiento de la razón en el respeto a Dios y a los valores éticos fundamentales, que proceden de la fe cristiana, se reconozca o no.

     Así se haría posible que aquellos jóvenes, y a los que forman la actual generación, fríos ante cualquier suceso que suceda, no se les borre la memoria del corazón por un engañoso espíritu de falsa liberación, ofrecida hoy de tantos modos y maneras.

+Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo emérito de Toledo

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