Les pedimos en muchas ocasiones a los políticos que se atiendan a la realidad, que vean los problemas reales de los hombres y mujeres a los que tienen que servir. Eso nos lo pedimos también a nosotros mismos ahora; a los hijos de la Iglesia se les exige, a mi entender, que veamos la sociedad en la que vivimos con otros ojos. Para ello, según el Papa Francisco, hay que situarse en las periferias, habiendo salido a ellas. Son los lugares de pecado y de miseria, de exclusión y sufrimiento, de enfermedad y soledad, pues “donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (Rom 5,20).
Esta manera de ver las cosas va a costar mucho a la Iglesia actual. No es precisamente lo que se lleva ahora. Ir a la periferia hay que hacerlo desde el centro de mi vida, que es Cristo. Y así voy a lo concreto, esto es, al sufrimiento y las penurias de la gente que nos rodea, y a la que rodeamos. Desconozco tantos ejemplos dados, pero pienso si, al enfrentarse al virus y tratar a tantos infectados, esos médicos, enfermeros y profesionales sanitarios, y otros muchos familiares, sacerdotes, gente de Cáritas etc., ellos se han dado cuenta de que nos han pintado una humanidad que está lejos de ser lo que los medios nos predican todos los días, incitando a un consumo no sano, que no tiene en cuenta lo creado, la naturaleza, que no responde a lo que nosotros quisiéramos, sino de otra forma.
Cuantos se arriesgaron y se arriesgan por los que sufren el covid-19 se colocan en esa perspectiva de periferia. Esos, que son muchos, son en realidad los anticuerpos al virus de la indiferencia. ¿Nos recuerdan que la vida es un don y que crecemos cuando nos damos a los demás? ¡Qué señal tan opuesta al individualismo, a la obsesión de lo personal y a la falta de solidaridad que muestran otros en estos tiempos, que no tienen en cuenta que sin una cierta unidad no salimos bien de la pandemia! Es bueno tener presentes a los que perdieron la vida por no pensar en ellos mismos, por arriesgarse por los demás. Nos muestran el camino de la reconstrucción, sin quedarse en “normalidades”, que solo están en la mente de algunos de nuestros dirigentes. Hay que reflexionar y pensar, no aisladamente, sino en pueblo, en bien común.
El Papa Francisco nos ayuda con una buena consideración, que a los cristianos nos debe hacer pensar en cómo actuamos. Nacemos, viene a decir el Pontífice, en un mundo que lleva mucho tiempo de vida antes de nosotros; pero nacemos siendo criaturas amadas por nuestro Creador. Esto hay que decirlo: pertenecemos a Dios, nos pertenecemos los unos a los otros y somos, por ello, parte de toda la creación, parte de este mundo poblado por más de 7.000 millones de seres humanos. Y este pertenecer a Dios, que entendemos con el corazón, no por planes meramente humanos, debe hacer fluir nuestro amor por los otros; un amor que no se compra ni se vende, porque sentimos que todo lo que somos y tenemos es un don inmerecido.
Y, ¿cómo se nos ha persuadido de lo contrario? ¿Cómo no vemos la belleza de la creación? ¿Cómo hicimos los cristianos para olvidarnos de los regalos de Dios y el que suponen nuestros hermanos? ¿Cómo explicar a las siguientes generaciones que llevamos muchísimo tiempo en un mundo donde la naturaleza está ahogada, donde los virus se propagan como fuego y causan el desmoronamiento de nuestras sociedades, donde la pobreza más desgarradora convive con la riqueza más inconcebible, donde pueblos enteros son relegados a los basureros? Es la pregunta que constantemente se hace y hace el Papa.
También nosotros, los católicos hemos aceptado el mito de la autosuficiencia, ese susurro al oído que nos dice que la tierra está para saquearla, o que los otros existen para satisfacer mis necesidades. Cuando constatamos esta realidad, asumida por tantos y tantos, no es raro que sintamos una impotencia radical. Tal vez sea entonces cuando recobremos el sentido y nos demos cuenta de que esta cultura egoísta en la que estamos nos ha hecho desperdiciar lo mejor de nosotros.
¿No será tiempo de arrepentirnos y dirigir la mirada al Creador y a los demás, para volver a recordar la verdad que Dios puso en nuestro corazón: que le pertenecemos a Él y a nuestros hermanos?
El Papa dice que hemos descuidado y maltratado nuestros vínculos con nuestro Creador y con las demás criaturas. Muchas veces en Laudato sí´ y, ahora, en Frattelli tutti, nos ha exhortado a recobrar el rumbo adecuado con lo creado, para que lleguemos a un nuevo mañana. Es un nuevo empezar, como nos indica la historia de la salvación con la historia de Noé. La pandemia del Covid-19 puede ser nuestro “momento Noé”. Eso sí, siempre y cuando encontremos el Arca de los lazos que nos unen, de la caridad y de la común pertenencia.
La meta a alcanzar no es fácil, pero la historia de Noé en el libro del Génesis nos habla también de la regeneración de la sociedad humana, que llevó consigo volver a respetar los límites, frenar la carrera por la riqueza y el poder, cuidar de aquellos que viven en la periferia. Esa es la gracia que se nos ofrece ahora, la luz en medio de nuestras dificultades. Merece la pena el esfuerzo. No desperdiciemos la ocasión.
+ Braulio Rodríguez Plaza, Arzobispo emérito de Toledo
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