En una anterior colaboración para “Areópago” (¿“Rehacer el vínculo entre fe y política”?) reflexionaba yo sobre las consecuencias de la separación radical entre fe cristiana y política o, mejor, entre “religión y política”. Nosotros mismos, afirmaba en ese escrito, hemos contribuido a la separación perversa entre religión y política; pero también entre “natural” y “sobrenatural”, entre lo humano y lo divino, o entre lo humano meramente animal e instintivo y el hombre divinizado. Hemos contribuido intelectualmente a esa separación, y hemos contribuido a ello con nuestros muchos pecados, y especialmente con nuestras concesiones y nuestros compromisos con el poder y con la lógica del poder.
¿Qué pinta el cristianismo en todo esto? ¿!ué pinta la Iglesia? ¿Qué relación tiene, pues, el cristiano con la religión y la política? Es una relación necesaria, pero bien entendida. Puede hasta discutirse si el cristianismo es una “religión”. Desde luego no lo es en el sentido que tiene o se le da a la “religión” en la cultura moderna, dominante ella en el panorama actual. Pero tampoco lo es en otro sentido: el cristianismo no es fruto de la búsqueda del Misterio por parte del ser humano. Al revés, el cristianismo es un camino que Dios ha hecho y hace en busca de todo hombre y mujer. Es la vida y el testimonio que nacen de una historia de amor, de un acontecimiento único, preparado en la Alianza de Dios con el pueblo de Israel, y consumado en tiempo de César Augusto, y “bajo Poncio Pilato”, cuando Dios Hijo se une a nuestra humanidad en el seno de la Virgen María, se entrega por todos los hombres en la Pasión y en la Cruz, y triunfa del mal y de la muerte en la Resurrección.
Tenemos, pues, que decir que, desde la resurrección de Jesús, Él da a todos los que le acogen su Espíritu de Hijo de Dios, perdona sus pecados y les da una vida nueva, los une a Sí y entre sí como miembros suyos, y permanece con nosotros en los sacramentos y en la vida de la Iglesia, “todos los días, hasta el fin del mundo”. Ese acontecimiento solo es comparable a la creación, porque solo la creación y la resurrección de Cristo son acontecimientos que no puede ser reducidos a objetos y descritos desde fuera, que solo pueden ser testimoniados en sus efectos.
Pero sus efectos somos nosotros, es la Iglesia, que ha de ser entendida como el pueblo que ha nacido del costado abierto de Cristo muerto y resucitado. Y que testimonia con la vida y la muerte de sus miembros que “Jesucristo es el Señor”, como decía el primer símbolo, que permitía a los cristianos reconocerse entre sí en un mundo hostil. Pero ese Credo no era inofensivo. Provocaba mártires, como ahora en tantos lugares del mundo. “El Señor” (el kyrios) era el emperador. Pero desde su resurrección, Jesucristo es Señor “en los cielos, en la tierra, en los abismos” (cfr. Flp 2,10), esto es, en la creación entera.
Estoy diciendo, pues, que el cristianismo es la Iglesia, que el cristianismo es un pueblo, hasta, si se quiere, una “patria”, una polis. San Agustín la llamaba la ciudad de Dios. Esto es, “un pueblo hecho de todos los pueblos”, como decían también los antiguos cristianos. Y esa ciudad no compite con la ciudad y la política de los hombres, aunque los hombres, desde los tiempos de Jesús, hayan querido presentarla como como un rival. Y no compite, sencillamente porque su categoría fundamental, su política, su lógica, no es la del poder sino la del amor y el servicio. Pero es una verdadera ciudad, y en realidad, es nuestra verdadera patria, a la que pertenecemos. Es la Jerusalén del cielo, la Esposa bella que resplandece de santidad, ya aquí, en medio de los conflictos de este mundo.
Entiendo que esta manera de ver la Iglesia no es muy frecuente; que no estamos acostumbrados a considerarla de este modo, como si no fuera algo nuestro, de la que formamos parte porque ella, como madre, nos acepta y acoge. Tal vez no hemos sabido transmitirla de esta manera, la hemos desligado de nosotros mismos. Pero es urgente esta transmisión de lo que es la Iglesia. El cristianismo reducido a creencia o a valores, no necesita ser un pueblo, puede ser algo perfectamente invisible, interior, individual. Así lo es hoy muchas veces y en tantos ámbitos. Pero eso no es lo que ha nacido del costado de Cristo muerto y resucitado. Si Jesús es el Señor de todo, Jesucristo nos revela quién es Dios, en Sí mismo y para nosotros, y quienes somos nosotros para Dios.
“Dios es amor”. Y a la luz del Dios que es amor descubrimos también la verdad verdadera de la vida humana, de todas las relaciones humana y de todas las actividades humanas esenciales: el matrimonio y la familia, el trabajo en la tierra, los intercambios comerciales y la vida de la polis. Es la vida nueva en Cristo. Y esa nueva concepción de todo, esa alternativa a las categorías dominantes en nuestro mundo, es y será siempre la contribución de la Iglesia a la vida de los hombres, de cualquier cultura, de la sociedad y de la polis. Una contribución absolutamente necesaria para que la humanidad no se deshumanice, para que no retorne a la barbarie. Pidamos a Dios que esta ciudad desconocida (o ignorada), que es la Iglesia, salga cada más a la luz que guíe a nuestra humanidad. En ella está Cristo, que es con todo lo mejor.
+Braulio Rodríguez plaza, arzobispo emérito de Toledo
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