El “bien” parece fascinarnos todavía, cuando podríamos esperar que “bien” fuera ya un término carente de sentido desde hace tiempo para varias generaciones sin formación ética y moral o con determinada manera de ver lo ético, lo bueno y lo malo. En nuestro hablar cotidiano, en efecto, la palabra “bien”, o “bueno”, no significa casi nada más que “agradable”, “correcto”, “aceptable”. Sin embargo, “bien” y “bueno” todavía significan algo más, algo inexplicable, algo que nos fascina. Y no da lo mismo “bien” y “bueno” que “mal” y “malo”.
Si yo digo: “La esclavitud fue buena para los pueblos africanos”, la frase no tiene el mismo valor que esta otra: “La esclavitud comenzó en el siglo XVII”. Esta última afirmación no tiene el mismo efecto en nosotros que la primera. Podríamos estar en desacuerdo con la persona que lo dijere y responder: “No, en realidad la esclavitud empezó en el siglo XVI”, o “ha existido desde tiempo inmemorial”. Y no diríamos que la persona que dice eso es mala, sino simplemente que está equivocada. Ante la frase “la esclavitud fue buena para los pueblos africanos”, sentimos la necesidad de responder: “No puedo consentir que digas una cosa así” o “¿cómo puedes decir eso?; porque es un uso perverso de la palabra “buena””. La persona que dice eso es una persona mala. Y decir que una persona es mala es algo más que dar simplemente una opinión.
Parece, pues, que la bondad o la maldad nos importa y, por tanto, la moralidad o lo ético nos importa. Y diría más: ¿importa Dios a la hora de considerar el bien? Y, a la vez, ¿las cosas importantes sólo tienen sentido cuando pueden ser vistas en el esplendor de la luminosidad de Dios que les da su existencia? Estas cuestiones no importan de la misma manera a todos y a muchos no les interesa la cuestión Dios para nada. Me explico.
Hay en nuestro mundo quien, hablando de moral, dice: “Todas las normas morales son construcciones sociales, y están, por tanto, sometidas a revisión”. Y aquí viene el problema, pues la afirmación se puede hacer con el sentido de que es “beneficiosa”, porque, después de todo, si todas las normas morales son construcciones sociales, tenemos que reconocer a la fuerza las limitaciones de nuestras convicciones y virtudes morales, y nunca podremos imponérselas a otras personas. ¿Se consigue así una sociedad más justa, en la que ninguna explicación del bien, hecha por una comunidad o por un individuo, tenga prioridad sobre ninguna otra?
Eso es lo que se dice mucho en nuestro mundo; la realidad es, sin embargo, muy otra. Pero ciertamente mucha es la gente en nuestro ámbito cultural que piensa acerca de la naturaleza de la vida moral lo que expresa la afirmación con la que abríamos el párrafo anterior. Es, además, la enseñanza que reciben muchos chicos y jóvenes en institutos, colegios y aulas universitarias. Es moneda corriente, aunque yo estoy convencido que es moneda falsa, y con ello no quiero ser intransigente con quien no piensa como yo, sino ver, discutir y razonar, algo no muy corriente en nuestro mundo, sometido a criterios morales concretos con medios muy poderosos, que apenas permiten opiniones contrarias.
El resultado de este asunto va a ser una pérdida sistemática de la capacidad de hablar o pensar con verdad, o no, sobre la bondad de Dios. Es preciso, pues, someter a revisión la declaración moral de que “todas las normas morales son construcciones sociales, y están, por lo tanto, sometidas a revisión”. La afirmación, en efecto, es contradictoria en sí, pues ella misma es también “una construcción social”, y, por tanto, hemos de estar abiertos a la posibilidad de que no todas las normas morales sean construcciones sociales y, por tanto, de que no estén sometidas a revisión. Por ello, la frase en cuestión se contradice a sí misma; y también porque nadie vive así de hecho, al menos nadie que piense que ser bueno es importante.
Si alguien viviera de acuerdo con la máxima “todas las normas morales son construcciones sociales, y están sometidas a revisión”, ¿cómo respondería a las siguientes preguntas?: ¿Y si mi vecino decide revisar la prohibición moral de matar a sus vecinos? ¿O si mis hijos deciden revisar la prohibición del parricidio? ¿o mi nación, la prohibición del genocidio? Por supuesto, vivimos en un mundo donde todas esas cosas son posibles, pero aceptar esa posibilidad como una afirmación positiva de lo que constituye la moral va más allá del absurdo.
Los que aceptamos que Dios crea el mundo y lo redime, ¿debemos obrar como si todas las normas morales fuesen construcciones sociales, siempre sometidas a revisión? ¿No constituye una afirmación de este tipo una especie de ateísmo? ¿No representa semejante percepción de las cosas un rechazo de la actividad creadora y redentora de Dios como base de la posibilidad de vivir una vida buena? Tal vez no, pero tal vez sí. Dicen los estudiosos que la búsqueda del bien por el camino en que nos embarcó Immanuel Kant ha terminado en ese punto muerto. Sin embargo, al volver a recorrer hacia atrás el camino de esa búsqueda del bien, podemos encontrarnos con otros caminos posibles que ha recorrido la humanidad. Podemos, por ejemplo, afirmar la actividad creadora y redentora de Dios como base de un conocimiento y de una existencia del bien que no estén sometidos a revisión.
La búsqueda del bien llevada a cabo por Santo Tomás de Aquino (1225-1274) tenía lugar junto con una búsqueda de la verdad y de la belleza que los entendía a los tres (la verdad, la belleza y el bien) como relacionados entre sí y como garantizados en Dios, aunque no estén tan garantizados entre nosotros. Esta búsqueda del bien la buscaba el Aquinatense como un “predicado trascendental (que va más allá) del ser”. “Ser” significa aquí aquello que verdaderamente es, aquello cuya esencia es el fundamento sobre el que todas las cosas son y del que todas las cosas participan. La existencia de las cosas no era una mera existencia: las cosas pueden existir sólo porque el ser es verdadero, bueno y bello. Los predicados trascendentales del ser son el ser en otra forma: en la forma de verdad, de bien y de belleza. Y el ser se entendía como el primer trascendental porque “es el acto primero de todas las cosas”. La verdad, el bien y la belleza ponen en relación el ser con cuerpos animados como nosotros.
Como Santo Tomás proponía, la verdad es la “correspondencia” o la “adecuación” de la mente a una cosa, pero esta adecuación no puede tener lugar sin la bondad y la belleza. La adecuación del ser con nuestro intelecto depende del bien y lo afirma. Pero la bondad y la verdad no son simplemente facultades cognoscitivas en el sujeto; están también en las mismas cosas. De otro modo no podría haber armonía, ni proporción. Así, la verdad, la bondad y la belleza, no son ni puramente objetivas ni puramente subjetivas. Son las dos cosas a la vez. Los trascendentales, pues, no son unas formas estables en sí mismas al margen del contenido teológico. Pero tienen que ver con Dios. Y, según Santo Tomás, su descubrimiento se hace mediante la existencia de la Palabra hecha carne, Jesucristo el Unigénito. Mucho podríamos hablar de todo ello. También que el Espíritu Santo es central para la vida moral cristiana porque “dota” a los creyentes para unas obras que ellos no pueden lograr por sus propias fuerzas. Además, el Espíritu hace posible la misión de Jesús y de su Iglesia.
Resumiendo, según Santo Tomás, Dios es el fundamento de la vida ética, pero esta vida ética sólo acontece por medio de formaciones sociales contingentes. No hace falta subrayar que la primera parte de la ecuación (Dios como fundamento de la vida ética) no es aceptada en amplios sectores de la sociedad y del mundo académico. Esa es la influencia de Kant que pensó que el bien mismo es independiente de Dios y de nuestro conocimiento de Dios. Esta es la situación espiritual de nuestro mundo: o defender un enfoque cristiano de la “ética” fundamentado en Dios que es bueno, y socialmente localizado en una institución particular, la Iglesia, o rechazar esta ética social cristiana, en nombre de una cierta preocupación caritativa, pues en nuestras sociedades pluralistas no podemos esperar que todas las personas participen en la vida de la Iglesia, aunque sí podemos esperar que todas las personas sean morales y cumplan con unos requisitos básicos, que algunos llaman ley natural. La bondad de Dios se descubre no en una especulación abstracta, sino en una vida orientada hacia Dios que crea unas prácticas particulares que requieren privilegiar a ciertas instituciones sobre otras. Ese es nuestro reto. Pero seguiremos hablando de este apasionante tema. Importa la ética, el horizonte moral para no caer en relativismos típicos de nuestra época. El bien, lo “bueno” no puede estar separado de Dios; es una catástrofe.
+Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo emérito de Toledo
Deja un comentario de forma respetuosa para facilitar un diálogo constructivo