En ocasiones uno tiene la impresión de no entender lo que sucede en nuestra sociedad, por qué se actúa de modo tan poco comprensible, tan alejado de un humanismo y de lo cabía esperar de los seres humanos, de modo que nos embarga un cierto pesimismo. Sin duda, esto es tentación, que debe ser rechazada. Un cristiano siempre tiene esperanza y busca el sentido de la vida. Quisiéramos igualmente infundir ese sentido a los que tenemos junto a nosotros, a quienes vemos y escuchamos porque son nuestros prójimos (=próximos), nuestros vecinos, nuestros paisanos.
“La caridad nos hace amar el bien común y nos lleva a buscar el bien común a todas las personas, consideradas no solo individualmente, sino también en la dimensión social que las une (…). Pueblo y persona son términos correlativos. Sin embargo, hoy se pretende reducir las personas a individuos, fácilmente dominables por poderes que miran a intereses espurios” (Papa Francisco, Fratelli tutti, 182). Viene bien recordar en este contexto el Papa lo que decía el Concilio Vaticano II: “La comunidad cristiana está integrada por hombres y mujeres que, reunidos en Cristo, son guiados por el Espíritu Santo en su peregrinar hacia el reino del Padre y han recibido la buena nueva de la salvación para comunicarla a todos. La Iglesia por ello se siente íntima y realmente solidaria del género humano y de su historia” (GS 1). Como Iglesia, estamos orientados por el Señor para ver qué necesita el ser humano en el momento concreto que estamos viviendo.
Sin duda, son muchos los cambios y los desequilibrios en los que nos movemos. Ya sabemos que el corazón humano, dividido por el pecado, con más dificultad aborda hoy las cuestiones que permanecen ocultadas. Sin embargo, también la actual evolución del mundo lleva cada vez a más personas a plantearse las cuestiones fundamentales, entre otras: ¿qué es el hombre?, ¿cuál es el sentido del dolor, del mal, de la muerte? Ahí están la pandemia y guerras como la de Ucrania, así como la aceleración de los cambios tecnológicos, que nos indican que algo no va bien, que nuestro mundo es preocupante. Les invito a leer una lúcida reflexión del Papa Francisco:
La pasión por lo humano, por toda la humanidad, encuentra en este momento de la historia serias dificultades. Las alegrías de las relaciones familiares y de la convivencia social se muestran profundamente desvaídas. La desconfianza recíproca entre los individuos y entre los pueblos se alimenta de una búsqueda desmesurada de los propios intereses y de una competencia exagerada, no exenta de violencia. La distancia entre la obsesión por el propio bienestar y la felicidad compartida de la humanidad se amplía hasta tal punto que da la impresión de que se está produciendo un verdadero cisma entre el individuo y la comunidad humana. (Papa Francisco, Humana communitas, carta al presidente de la Pontificia Academia para la Vida, 6.1.2019).
Pero, ¿cómo hablar y dialogar con nuestros contemporáneos de estos temas, cuando tantos y tan influyentes agentes no aceptan, o lo hacen de modo muy poco hondo, la presencia de Dios en la sociedad o la relegan al ámbito privado de la persona, bien escondido de modo que no influya en la vida pública? Nada fácil es abordar esta situación, en un plano que difiera al menos algo de lo que parece ser la actualidad sociopolítica y las luchas de partidos, que aburren y se deslizan por terreno resbaladizo del enfrentamiento en partes contrarias incapaces de llegar a un acuerdo, de cara al bien común. Pero hay que hacerlo, por amor a cada hombre y mujer de habitan en nuestros pueblos y ciudades.
La tradición cristiana siempre ha concebido la persona a imagen y semejanza de Dios (Gén 1,26) y como sujeto de un permanente coloquio entre naturaleza y gracia. La modernidad, y muchos de los que están en la postmodernidad, han intentado sustituir la gracia, el don de Dios, por la cultura. Ahora, no solo prescinden muchísimos de la gracia, sino que pretenden devaluar la naturaleza. Como resultado, la persona, reducida a individuo autosuficiente e independiente, se construye a sí misma siguiendo la ley del deseo, en permanente ejercicio de autodeterminación, también sobre su propio cuerpo (ideología de género). Pero es bueno tratar estos temas, dialogando con quienes estamos viviendo. Pero… escuchando también sus dificultades para trascender más allá de las cosas de cada día, de las peleas sobre quién mejor político o líder social o de otros centros de interés del complejo sujeto humano que somos cada uno de nosotros.
Señalaba el Papa Benedicto que el ser humano está hecho para el don, y no para encerrarse en sí mismo, lo cual manifiesta y desarrolla su dimensión transcendente. Pero son muchas las veces que el hombre moderno tiene la convicción de ser el único autor de sí mismo, de su vida y de la sociedad. Nada tendría que hacer, pues, Dios en este horizonte. Yo y tantos cristianos sabemos que ésta es una presunción fruto de la cerrazón egoísta, que procede –por expresarlo con una expresión creyente– del pecado original. Benedicto XVI decía que “La sabiduría de la Iglesia ha invitado siempre a no olvidar la realidad del pecado original, ni siquiera en la interpretación de los fenómenos sociales y en la construcción de la sociedad” (Caritas in veritatis, 34).
Necesitamos, pues, paciencia, formación y amor a los que nos rodean, para hacer comprender a los no creyentes que “ignorar que el hombre posee una naturaleza herida, inclinada al mal”, y que esta situación da lugar a graves errores en el dominio de la educación, de la política, de la acción social y de las costumbres. “Hace tiempo que la economía forma parte del conjunto de los ámbitos en que se manifiestan los efectos perniciosos del pecado. Nuestros días nos ofrecen una prueba evidente” (cfr. Benedicto XVI, ibíd.).
Por eso nos encontramos con personas autosuficientes y capaces –dicen– de eliminar por sí mismos el mal de la historia. Lo veremos mucho en este año electoral. Lo cual induce a hombres y mujeres a confundir la felicidad y la salvación con formas inmanentes de bienestar material y de actuación social. ¡Cómo no ver que el hecho de exigir que la economía sea autónoma, y que no esté sometida a “injerencias” de carácter moral, ha llevado al hombre a abusar de los instrumentos económicos incluso de manera destructiva! “Con el pasar del tiempo, estas posturas han desembocado en sistemas económicos, sociales y políticos que han tiranizado la libertad de la persona y de los organismos sociales y que, precisamente por eso, no han sido capaces de asegurar la justicia que prometían” (Caritas in veritate, 34).
Sin duda que la pandemia y la guerra en Ucrania y en tantos lugares del planeta han acercado la realidad de la muerte, con riesgo de ser recibida con los filtros del emotivismo dominante. Pero, ¿por qué no pensar que estos acontecimientos también suscitan la posibilidad de abordar este drama, que acompaña a la vida de cada persona, con la hondura de un misterio ante el cual la luz de la fe ofrece una palabra de esperanza? (cfr. Conferencia Episcopal Española, Un Dios de vivos. Instrucción pastoral sobre la fe en la resurrección, la esperanza cristiana ante la muerte y la celebración de las exequias, EDICE 2020). No olvidemos, eso sí, la plegaria, la oración al Señor y la petición al Espíritu Santo, el que mueve los corazones.
Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo emérito de Toledo.
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