Firma invitada de don Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo emérito de Toledo: «Actuación del Apóstol en la colina del Areópago de Atenas»

Quiero dedicar este artículo a quienes componen el grupo Areópago, hombres y mujeres que desean decir algo significativo en esta sociedad. Gracias de corazón por ello. Lo hago a propósito de haber leído en la Misa del miércoles 12 de mayo 2021 el texto de Hechos de los Apóstoles 17, 15.22-18,1 que habla de la peripecia de san Pablo en el Areópago de Atenas. Estamos, además, en Pentecostés, fiesta tan señalada para toda la Iglesia, con un acento en la vocación de los fieles laicos y su presencia pública.

“Discurso del Areópago”: con este nombre se suele denominar la intervención de san Pablo en Atenas, en el que predicó la verdad sobre Cristo, su resurrección y su ascensión al cielo. Su ministerio apostólico le condujo desde su Cilicia natal (Tarso, en la actual Turquía) hasta Grecia, pasando por Macedonia. Pablo se encontraba en Atenas por primera vez y, aunque la cultura griega no le era extraña, irritó la vista de la ciudad llena de ídolos a su fe monoteísta estricta. Sus palabras a los pies de la Acrópolis, en la plaza llamada “ágora”, en la que se concentraba la vida política e intelectual de Atenas, atrajo la atención de los estoicos, los epicúreos y de numerosos extranjeros, que le propusieron exponer su doctrina desde la colina del Areópago.

Ese sitio sigue siendo hoy un símbolo de algo que permanece durante siglos y generaciones. Al hablar en este lugar, este fariseo convertido a Cristo, que había perseguido a la Iglesia, da testimonio del encuentro del patrimonio espiritual de Israel con el de Grecia. Quizá deberíamos detenernos nosotros también aquí. Con toda seguridad es un lugar que no vale solo para reflexionar sobre la religión de la antigua Grecia o la fe cristiana, sino sobre el hecho religioso en sí. “Los hombres esperan de las diversas religiones la respuesta a los enigmas recónditos de la condición humana, que hoy como ayer, conmueven íntimamente su corazón: ¿Qué es el hombre, y cuál es el sentido y el fin de nuestra vida, el bien, el pecado, el origen y el fin del dolor, el camino para conseguir la verdadera felicidad…? ¿Cuál es, finalmente, aquel último e inefable misterio que envuelve nuestra existencia, del que procedemos y hacia donde nos dirigimos?” (Declaración Nostra aetate, 1, del Concilio Vat. II). Estas cuestiones siguen interesando a nuestra sociedad y alguien tiene que seguir indicándolas.

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   Henos aquí junto a Pablo en el Areópago de Atenas. Aquel día el Apóstol intentó acercar a sus oyentes la verdad sobre el “Dios desconocido”, aquel al que veneraban “sin conocerlo. Hoy lo hacemos desde la posición de nuestra época y sus problemas específicos. Parece que el mundo del inicio del tercer milenio es muy distinto del tiempo de san Pablo. Pero bajo las variadas “reivindicaciones” de hoy, “se oculta una aspiración más profunda y más universal: las personas y los grupos sociales están sedientos de una vida plena y de una vida libre, digna del hombre, que ponga a su servicio las inmensas posibilidades que les ofrece el mundo actual” (GS 9).

Estas reivindicaciones, de suyo justas, el Concilio las confrontaba de un modo totalmente realista con “los desequilibrios que sufre el mundo moderno”, pues todos está conectados “con ese otro desequilibrio fundamental que hunde sus raíces en el corazón humano”. Dentro del ser humano, en efecto, “Siente en sí mismo la división, que tantas y tan graves discordias provoca en la sociedad” (GS 10). Quiero decir que el mundo contemporáneo sigue apareciendo a la vez poderoso y débil, capaz de lo mejor y de lo peor.

Por esta razón, hay que seguir afirmando lo que dijo san Pablo en el Areópago, con otras palabras: “Cree la Iglesia que Cristo, muerto y resucitado por todos, da al hombre su luz y su fuerza por el Espíritu Santo a fin de que pueda responder a su máxima vocación” (Gs 10). Pero lo que la Iglesia de hoy confiesa es el mensaje de fe de la Iglesia desde el día de Pentecostés en Jerusalén. Lo anunció en primer lugar san Pedro en Jerusalén; lo anuncia san Pablo en el Areópago. Siempre repitiendo: “Convertíos”, que significa. “¡Entrad en el misterio de Cristo! ¡Tomad parte en él!”. En él “amó Dios al mundo” (Jn 3,16). El Hijo de Dios no ha venido al mundo para condenarlo, “sino para que el mundo se salve por él” (Jn 3,17). Para salvarlo, para redimir al hombre, Cristo toma sobre sí con el sacrificio de su cruz “el pecado del mundo” que pesa sobre la historia de los hombres, remontándose hasta su raíz primordial en el misterio de los orígenes del hombre. Vence al pecado haciéndose pecado por nosotros; vence la muerte con su propia muerte.

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“Eso que veneráis sin conocerlo os lo anuncio yo” (Hch 17,23). Las palabras del Apóstol se dirigen a oyentes concretos, pero de resonancia muy amplia. En Cristo, el “Dios desconocido” se ha dado a conocer a la humanidad. Éste es el Dios que anuncia san Pablo; no es otro dios más. Es el Dios que se dio a conocer en Cristo crucificado y resucitado. Entonces como ahora, la muerte de Jesús por la humanidad y su resurrección choca y no es aceptada. De hecho, el porcentaje de cristianos en el conjunto de la humanidad (unos 7 mil millones) no sobrepasa mucho el 20 % de ella, aunque seamos el grupo religioso más grande del planeta. Deben, pues, cobrar con fuerza en todos nosotros la exclamación del Apóstol: “Ay de mí si no anunciase el Evangelio” (1 Cor 9,16). Anuncio a quienes no lo conocen, pero también a los que no lo conocen suficientemente o no hacen lo necesario por conocerlo.

Nos animan estas palabras luminosas de Benedicto XVI: “El cristiano es, en la Iglesia y con la Iglesia, un misionero de Cristo enviado al mundo. Esta es la misión apremiante de toda comunidad eclesial: recibir de Dios a Cristo resucitado y ofrecerlo al mundo, para que todas las situaciones de desfallecimiento y muerte se transformen, por el Espíritu, en ocasiones de crecimiento y vida. Sin imponer nada, proponiendo siempre, como Pedro nos recomienda en una de sus cartas: Glorificad en vuestros corazones a Cristo Señor y estad siempre prontos para dar razón de vuestra esperanza a todo el que lo pida. Y todos, al final, nos la piden, incluso los que parece que no lo hacen…

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De hecho, los anhelos más profundos del mundo y las grandes certezas del evangelio se unen a la inexcusable misión que nos compete, puesto que ´sin Dios el hombre no sabe adónde ir ni tampoco logra entender quién es´. Ante los grandes problemas del desarrollo de los pueblos, que nos impulsan casi al desasosiego y al abatimiento, viene en nuestro auxilio la palabra de Jesucristo: Sin mí no podéis hacer nada…Sí, estamos llamados a servir a la humanidad de nuestro tiempo, confiando únicamente en Jesús, dejándonos iluminar por su Palabra” (Benedicto XVI, homilía del 14 de mayo de 2010).

Son muchas las urgencias de la humanidad hoy: sanitarias, sociales, económicas, de paro y angustias por la pandemia. Pongamos junto a estas, y sin separarlas de ellas, el anuncio de Cristo muerto y resucitado. Es urgente.

+Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo emérito de Toledo

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