Desde que en España comenzó el confinamiento por el covid-19, ese estar en casa para no contagiarse ni contagiar, ha transcurrido nada menos que toda la Cuaresma, la Semana Santa y los cincuenta días de la Pascua, esto es, el tiempo litúrgico más importante del año, celebrado de esa manera tan diferente a otros momentos de nuestra vida. En este periodo tan “raro”, los pastores ¿hemos ayudado en nuestro servicio al resto del Pueblo de Dios y a otros hombres y mujeres? Sin duda. Como lo han hecho nuestras instituciones, la siempre presente Caritas con su servicio de amor, pero también tantos grupos y personas que han llevado a cabo iniciativas, individuales y comunitarias, de ayuda muy concreta a personas solas y sin apoyo, carentes incluso de lo más elemental, como la comida. El Gobierno de España apenas ha mencionado todo este programa inmenso de manos tendidas hacia los demás, de horas empleadas en ayudar a la gente, de vida entregada con cariño a los más pobres. Y esto ha costado dinero, que no ha venido del Estado, del dinero público, sino de la Iglesia y de tantas instituciones ciudadanas y de personas generosas. Pero no lo hemos hecho para que se nos reconociera. Lo hemos hecho por otra razón: Jesucristo, presente en los más abatidos; también por una elemental tarea de solidaridad con los que lo pasan mal o peor que nosotros.
Pero, mi inquietud persiste: yo, como obispo de la Iglesia Católica, ¿he señalado puntos importantes en que la Iglesia, todos nosotros, ha de actuar o tener en cuenta? Una pequeña duda me asalta. Tiene que ver con mostrar el convencimiento de que Cuaresma-Pascua significa abrir a los hombres y mujeres a la salvación de Cristo, a la vida eterna que se ofrece como posibilidad de dar sentido a esta vida nuestra diaria, que pasa por estas incertidumbres y miedos que la pandemia nos ha traído. Una vida que no se acaba ni siquiera con la posibilidad de muerte que cada infectado y de los que no lo han estado y pueden estarlo.
¿Habré subrayado, yo como obispo, suficientemente la confianza que hemos de tener en Dios, cuando es la base y fundamento en el pensamiento y la vida del creyente, para afrontar así los retos del presente y encarar la incertidumbre del futuro próximo y el posible horizonte de muerte, que llega a todo humano? Si nuestra libertad no ha sido capaz por sí misma de asegurarnos un final feliz, como ha sucedido, aunque no solo, en la situación del coronavirus, ¿habré mostrado bien que la alternativa no es otra que “confiarse” a la sabiduría, a la bondad, al amor omnipotente de ese “Otro”? Ya que Él nos lo ha dado todo gratuitamente, pidiendo a cambio solamente la respuesta del amor agradecido.
Nosotros, los creyentes, sabemos que Dios es Padre que ha enviado a su Hijo Unigénito al mundo, haciéndose carne y muriendo en una Cruz para salvar a la persona humana de la muerte. De este modo, el triunfo de Cristo en la resurrección se hace presente entre nosotros, mujeres y hombres, impregnado de amor auténtico sus relaciones: las más personales (matrimonio, familia, amigos), y las más sociales (la economía, el orden social, la comunidad política, la cultura y la ciencia). Esta es, en mi opinión, la manera de arrancar del poder del Maligno la historia futura y el destino de las personas y de los pueblos; y venciendo con el bien al mal, generando además la esperanza que nace del cuerpo resucitado de Jesucristo, presente en la historia por las acciones salvadoras de Cristo y los sacramentos de la Iglesia.
Estoy dando razones para nuestra actuación cristiana, pero no son razones ajenas a las que tienen los no cristianos o los no creyentes. Recuerdo aquí una intervención de Karol Wojtyla, entonces arzobispo de Cracovia, el 25 de septiembre de 1964: “Para tratar de la libertad religiosa hay que reflexionar rigurosamente sobre la persona humana, en cuya naturaleza se inscribe la religión como su culmen”. Parece haber un eco de esta intervención de san Juan Pablo II en la Declaración Dignitatis humanae, firmada por Pablo VI el 7 de diciembre de ese mismo año: “Todos los hombres están obligados a buscar la verdad, sobre todo en lo referente a Dios y a su Iglesia… Estos deberes tocan y vinculan la conciencia de los hombres que la verdad no se impone sino por la fuerza de la misma verdad, que penetra, con suavidad y firmeza a la vez, en las almas” (Concilio Vaticano II, declaración sobre la libertad religiosa, n. 1).
Se trata de una “razón de amor” del Dios que es amor. Este amor, lo creo sinceramente, ha resplandecido también en aquellos que, durante la pandemia, han dado su conocimiento médico, su tiempo y atención al paciente en tantos campos, y con riesgo a veces de su vida. Me refiero a médicos, enfermeras, auxiliares, la buena gente que ha trabajado en tantos servicios de hospitales o en alimentación y limpieza, en servicios esenciales de higiene. Ha sido, como el de Cristo, un “amor crucificado”, y “resucitado”. “Los santos de la puerta de al lado”, los ha llamado el Papa Francisco.
Confiar con renovado vigor en Dios, en la verdad de su Ley, inscrita en la naturaleza misma del ser humano, que no es otra que la ley del amor a Dios y al prójimo, es algo sumamente necesario. Tenemos siempre el ejemplo de Cristo, amando como Él amó a esta dolorida humanidad, en esta encrucijada histórica con la que se enfrenta en estos momentos; y vienen ahora los problemas derivados de esta pandemia que sufre también por la forma poco buena de su gestión por parte de tantos responsables políticos: paro, hambre, estrecheces, dolor y futuro incierto para los hijos. El ser humano, pues, necesita ciertamente sostén espiritual que le conforte. No todo es recabar dinero, repartirlo, exigir las normas para seguir evitando el covid-19, planificación de lugares, distancias entre personas, Hay que abrir las puertas al Espíritu, a las cosas bellas, grandes y dignas de virtud. Necesitamos personas virtuosas que abran camino en tantos campos.
También por todo esto dudo si habré insistido suficiente en este tiempo, y en los casi once años que fui arzobispo de Toledo, en señalar que el mal no obtendrá la victoria final, que es preciso abogar por el bien común, contra la avaricia y la necedad de encerrarse en su propio “chiringuito”, político, social, de círculo de amistad o de ideas propias. El Misterio Pascual, que hemos vivido este año de esa manera distinta, confirma, sin embargo, que el bien prevalecerá, que la vida triunfará sobre la muerte, y que el amor triunfa sobre el odio.
La fe pascual en Cristo Resucitado, que es el que fue crucificado y muerto en la Cruz, es un inicio nuevo en la revelación de quién es Dios para los hombres y mujeres, y radical, pues las apariciones del Resucitado suponen algo que ningún judío, como son los apóstoles y los primeros cristianos, se podía imaginar. La fe judía en la resurrección de los muertos no necesariamente ayudó a los discípulos a prepararse para creer que Jesús había resucitado. Tuvo que ser Él el que se diera a ver y conocer, de modo que el origen de la fe pascual en Cristo Resucitado tiene su origen en Dios y viene de Dios. Porque únicamente Dios puede venir de Dios.
El cuerpo resucitado de Jesús es el lugar de la comunicación activa y dinámica de Dios con nosotros. El cuerpo del Resucitado es el mismo que el cuerpo de Jesús crucificado. Su cuerpo, pues, es él mismo en su ser para los demás, que se ha convertido para nosotros en el lugar permanente de su vida nueva, y permite al creyente acceder a Dios. Y sólo esa fe pascual cambia la manera de ver la vida, de afrontar las dificultades, de posibilitar amar y trabajar por los demás, unirse a los demás en programas de ayuda a tantos proyectos como debiera haber para superar las consecuencias de la pandemia. No todo lo puede hacer el Gobierno, aunque bien que les gustaría para creerse imprescindibles.
A través de Cristo resucitado, la misericordia de Dios es fundamental, porque abarca no solo esta vida nuestra siempre corta, sino que nos abre a la realidad de la vida eterna. ¿Habré predicado poco sobre esa vida eterna? Ésta llega para el cristiano en los sacramentos de Iniciación cristiana (Bautismo-Confirmación, Eucaristía); pero está abierta a todo hombre y mujer, pues nunca se merece, sino que es gratis al aceptar la invitación a la fe que los testigos tenemos que hacer a quienes viven junto a nosotros.
Me atrevo, por último, a exhortaros a que vivamos con intensidad el momento en que la Iglesia sufre la aflicción del mal en una sociedad igualmente afligida, siendo testigos del amor de Dios. Esa aflicción de la sociedad la ha sufrido la Iglesia en muchas ocasiones; apenas hace un mes que recordábamos a san Juan Pablo II, quien conoció de cerca el horror del nacismo y el comunismo de la segunda guerra mundial su juventud, en su etapa de sacerdote, obispo y de sucesor de Pedro. Y siempre fue signo de esperanza, pues lo padecido personalmente le hizo capaz de ver la situación injusta de tantos pueblos del mundo, el hambre, la guerra y el dolor como pastor universal. Ahí están sus encíclicas sociales. A su intercesión yo me acojo, por si en este momento de mi vida puedo ayudar a la confianza y la alegría que necesitamos para afrontar nuestros retos.
+Braulio Rodríguez Plaza, Arzobispo emérito de Toledo.
Muchas gracias y saludos.