¿Nos dejaríamos influir positivamente por políticos que no se buscan a sí mismos, a sus intereses, sino al bien común? Antes de responder a esta pregunta, hemos tener en cuenta que los cristianos han vivido en todo tipo de Estados y de gobiernos. Hubo algún tiempo en que los cristianos no eran sujetos activos del Estado, sino que estaban perseguidos por una dictadura cruel, como fue en ocasiones el Imperio Romano. Así sucede también hoy en no pocos lugares de nuestro planeta: los cristianos son perseguidos por su fe. Entonces y ahora no les era permitido participar en las tareas del Estado. En esas ocasiones, solo podían y pueden estar sometidos a ese Estado.
Tampoco en aquellas circunstancias se les dejaba constituir un Estado cristiano y su deber era vivir como cristianos a pesar del Estado. Recordamos a algunos de los emperadores en la segunda mitad del siglo I d. C.: Nerón y Domiciano. La primera carta de san Pedro define entonces a los cristianos como “dispersos” o extranjeros en tal Estado (cfr. 1Pe 1,1) y denomina al mismo Estado como “Babilonia” (cfr. 1Pe 5,13); de este modo tan incisivo son descritos los cristianos, de manera que su situación es comparada con la de los hebreos exiliados en Babilonia (597-538 a.C.). No eran sujetos, sino objeto de aquel poder y, por tanto, tuvieron que aprender cómo sobrevivir en él y no cómo desarrollarlo.
Aquel escenario político es radicalmente distinto del actual. Sin embargo, aquel momento histórico, que se alargó más de tres siglos, contiene algunos aspectos o lecciones importantes para nosotros; son también mensajes válidos para la acción política entre los cristianos hoy, pues tocan la dimensión política de la fe.
En primer lugar, el Estado no constituye la totalidad de la existencia humana ni abarca toda la esperanza humana. El hombre y su esperanza van mucho más allá de la realidad del Estado y más allá de la esfera de la acción política. En muchas ocasiones, aunque el nuestro no sea un Estado que se pueda calificar de Babilonia, los políticos olvidan justamente que el Estado no es la totalidad de la vida humana, y también que han de tener en cuenta la realidad que abre al hombre político el camino de una actividad política racional.
Aquel Estado romano era falso y anticristiano precisamente porque quería ser el totum (el todo) de las posibilidades y de las esperanzas humanas. Pretendía así alcanzar lo que no podía realizar, con lo que defraudaba y empobrecía al ser humano. Su mentira totalitaria le hacía demoniaco y tiránico. Solo con la supresión del totalitarismo estatal se ha desmitificado al Estado, liberando al hombre político y a la política misma. Y esto no siempre ocurre en nuestra sociedad.
En segundo lugar, cuando la fe cristiana, la fe en una esperanza superior del hombre, decae, vuelve a surgir el mito del Estado, que promete un progreso que no es tal progreso, aunque se vaya difundiendo o difundiendo la liberación total del ser humano por sus propias fuerzas. Se entra así en contradicción con la verdad del hombre, y con su libertad, precisamente porque reduce al hombre a lo que él puede hacer por sí solo. La fe opone a esta política la mirada y la medida de la razón cristiana, que reconoce lo que el ser humano es realmente capaz de crear como orden de libertad y, de este modo, encontrar un criterio de discreción, consciente de que su expectativa superior está en manos de Dios. La renuncia a las esperanzas míticas es propia de una sociedad no tiránica; y esto no es resignación, sino libertad que mantiene al hombre en la esperanza.
El primer servicio que presta la fe a la política es, pues, liberar al hombre de la irracionalidad de los mitos políticos, que constituyen el verdadero peligro para nuestro tiempo. Ser sobrios y realizar lo que es posible en vez de exigir con ardor lo imposible ha sido siempre cosa difícil, la voz de la razón nunca suena tan fuerte como el grito irracional. Sin embargo, la moral política – de la que tantas veces carecen nuestros políticos– consiste en resistir la seducción de la grandilocuencia con la que se juega con la humanidad, con el ser humano y sus posibilidades. No es moral el moralismo de la aventura que pretende realizar por sí mismo lo que es de Dios. En cambio, sí es moral la lealtad que acepta las dimensiones del hombre y lleva a cabo, dentro de esta medida, las obras del hombre. Otra lección nos da la historia de la Iglesia: a pesar de que los cristianos eran perseguidos por el Estado romano, y lo sean también en la actualidad en tantos lugares, su posición ante el Estado no era radicalmente negativa. Reconocieron al Estado en cuanto Estado, tratando de construirlo como Estado según sus posibilidades, sin intentar destruirlo. Precisamente porque sabía que estaba “en Babilonia”, les servían las orientaciones que el profeta Jeremías había dado a los judíos deportados a Babilonia. Jer 29 no es ciertamente una instrucción para resistencia política, para la destrucción del Estado esclavista, ni se presta a tal interpretación. Por el contrario, ese capítulo es una exhortación a conservar y a reforzar lo bueno. Se trata, pues, de una instrucción para la supervivencia y, al mismo tiempo, para la preparación de un porvenir nuevo y mejor.
Jeremías no incita, por tanto, a los judíos a la resistencia ni a la insurrección, sino que les dice: “Edificad casas y habitadlas. Plantad huertos y comed de sus frutos… Procurad la paz de la ciudad adonde os trasladé; rogad por ella al Señor, porque en la paz de ella tendréis vosotros paz” (Jer 29,5-7). Muy semejante es la exhortación que se lee en 1Tim 2,2, texto fechado tradicionalmente en tiempos de Nerón: (Rogad) por todos los hombres, por los emperadores y por todos los que están en el poder, a fin de que tengamos una vida quieta y tranquila en toda piedad y honestidad”. Y en 1Pe 2,12 se nos dice: “Vuestro comportamiento entre los paganos sea irreprensible, para que, por lo mismo que os censuran como malhechores, reflexionando sobre las obras buenas que observan en vosotros, glorifiquen a Dios en el día del juicio”.
¿Qué quiere decir toda esta reflexión, cuando incluso se exhorta a que ningún cristiano tenga que sufrir como homicida, o ladrón o malhechor, o delator (cfr. 1Pe 4,15), e incluso a que honren al rey (cfr. 1Pe 2,17)? Sencillamente que los cristianos no eran gente sometida angustiosamente a la autoridad, y que no supiesen de la existencia del derecho a resistir y del deber de hacerlo en conciencia. Precisamente esta última verdad indica que los cristianos reconocían los límites del Estado y que no se doblegaban en lo que no les era lícito doblegarse, porque iba contra la voluntad de Dios. Por eso precisamente resulta tanto más importante el que no intentaran destruir, sino contribuyeran a regir este Estado. La antimoral era así combatida con la moral, y el mal con la decidida adhesión al bien, y no de otra manera.
La moral, el cumplimiento del bien, es la verdadera oposición, y solo el bien puede preparar el impulso hacia lo mejor. No existen dos tipos de moral política: una moral de la oposición y una moral del poder. Solo existe una moral: la moral como tal, la moral de los mandamientos de Dios, que no se pueden dejar en la cuneta ni siquiera temporalmente, para acelerar un cambio de dirección. Solo se puede construir construyendo, no destruyendo. Esta es la ética política de la Biblia, desde Jeremías a san Pedro y Pablo. El cristiano es siempre un sustentador del Estado en el sentido de que él realiza lo positivo, el bien, que sostiene en comunión los Estados. Por eso el cristiano no teme que de este modo vaya a contribuir al poder del malvado, sino que está convencido de que siempre y únicamente el reforzamiento del bien puede abatir al mal y reducir el poder del mal y de los malvados.
Consecuencia: quien incluya en sus programas la muerte de inocentes o la destrucción de la propiedad ajena no podrá nunca justificarse con la fe. Explícitamente es lo contrario de la sentencia de 1Pe: “Pero jamás alguno de vosotros padezca por homicida o ladrón” (1Pe 4,15); son palabras que valen también para este nuestro tiempo contra este tipo de resistencia. La verdadera resistencia que pide el autor de 1Pe tiene lugar cuando el Estado exige la negación de Dios y de sus mandamientos, cuando exige el mal, en cuyo caso es siempre un mandamiento.
Esta moral no es un asunto privado, tiene valor y resonancia pública. No puede existir una buena política sin el bien que se concreta en el ser y el actuar. El gozne sobre el que gira una acción política responsable debe ser el hacer valer en la vida pública el plano moral, el plano de los mandamientos de Dios.
Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo emérito de Toledo.
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