De corazón a corazón

Ha vuelto a ocurrir. En un programa de máxima audiencia, de forma premeditada y para nada espontánea, se ha hecho burla, una vez más, de una imagen relevante para los católicos como es la del Sagrado Corazón de Jesús, aprovechando que millones de españoles estábamos sentados frente a nuestros televisores y dispositivos electrónicos, en familia, esperando la llegada del año nuevo con las tradicionales campanadas.

Las reacciones no se han hecho esperar: comentarios de repulsa por ofensa a los sentimientos religiosos, manifiestos con exigencias de rectificación, recogida de firmas de condena, demandas por delito de odio, críticas a la cadena –pública– que ha permitido, si no promovido, ese acto ciertamente reprobable, acusaciones de tratar de construir artificialmente una nueva polémica para restar trascendencia mediática a los no pocos problemas que afectan a nuestras vidas…

Sin embargo, se echa en falta una reflexión de mayor alcance y profundidad. Quizás deberíamos plantearnos una serie de preguntas que nos permitan ir más allá. ¿Por qué la mofa de una imagen religiosa constituye una ofensa a quienes profesamos la fe católica? Y, más en concreto, ¿por qué la devoción al Sagrado Corazón de Jesús es tan relevante para la vida de fe de tantas personas, en todo el mundo?

Resulta inconcebible que haya quienes, desde su proyección pública y autoproclamándose partidarios de la libertad y del respeto a toda opinión y forma de pensamiento, busquen conscientemente ridiculizar la libertad y las creencias de otros, parodiar la fe; más inconcebible aún es que otros muchos no entiendan ya, a día de hoy, por qué ese tipo de manifestaciones causan dolor sincero a los creyentes. Pero peor que todo eso –ya de por sí grave– es que los propios creyentes nos quedemos simplemente en la indignación y no seamos capaces de explicar, razonadamente, desde la búsqueda de un diálogo sincero, los motivos que, desde nuestra visión trascendente de la realidad, causan una profunda herida en nuestro interior. ¿No será que hemos reducido nuestra fe a puro sentimiento? ¿No será que somos incapaces de compartir por qué creemos, en qué creemos y por qué la fe y la devoción a ciertas imágenes y lo que éstas representan, tan importante para el catolicismo, es fundamental en nuestras vidas y puede serlo también en la vida de otros?  Al mismo tiempo, no menos relevante es que no pocas personas, partidarias de la increencia, sean incapaces de entrar en ese diálogo sincero por despreciar toda manifestación de religiosidad al considerarla una reminiscencia del pasado incompatible con criterios mínimos de racionalidad.

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No tenemos el gusto de conocer personalmente a los presentadores del programa de las campanadas de Radiotelevisión Española. Pero, de ser cercanos a nosotros, nos hubiera gustado compartir con ellos lo siguiente.

El corazón de Jesús es una imagen fiel de lo que es y representa para nuestra vida que Dios mismo se haya hecho hombre –que es precisamente lo que celebramos en Navidad–. Implica que creemos en un Dios encarnado, cercano, próximo a nosotros, que desea caminar a nuestro lado, en una relación sincera de amistad; que se compadece con nuestros sufrimientos y comparte nuestras alegrías; en definitiva, que tiene “corazón”. Un corazón desde el que nos ama con amor humano y divino, que es capaz de entrar en contacto con nuestro propio corazón y nos ayuda a responder a las grandes preguntas que todo ser humano, en uno u otro momento, se hace a lo largo de su vida: ¿quién soy yo? ¿para quién soy yo? ¿cuál es mi misión en este mundo? ¿qué sentido tiene mi vida?

El corazón no es únicamente, como aprendimos en primaria, un órgano musculoso que impulsa la sangre por todo el cuerpo; es, ante todo, el centro de nuestro ser y, en el caso de los creyentes, de nuestra relación con Dios. Precisamente el Papa Francisco ha publicado recientemente una carta encíclica sobre el Corazón de Jesús: Dilexit nos –“Nos amó”–, sobre el corazón humano y divino de Jesucristo. En ella reivindica el corazón, en el contexto de una sociedad líquida que desprecia la interioridad y prioriza la superficialidad, como centro íntimo del ser humano del cual brotan todas sus capacidades y potencias y nos pone en relación con los demás, creando vínculos auténticos, además de dar unidad a nuestro propio ser. “Necesitamos recuperar la importancia del corazón”, que es “el centro anímico y espiritual del ser humano”, nos dice el Papa. Sin él, perdemos las respuestas que la inteligencia no puede dar por sí misma.

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Este hecho, tan criticado, no sólo es manifestación de que estamos perdiendo el corazón. Es, además, una oportunidad excelente para leer esta encíclica del Santo Padre, para tomarnos en serio el corazón, para entablar un diálogo sincero, de corazón a corazón, con los no creyentes, para unirnos más al corazón de Cristo y seguir trabajando por situarlo, a Él, en el corazón del mundo. Todo lo demás, sin esto otro, está condenado a la irrelevancia que trae consigo el paso del tiempo.

GRUPO AERÓPAGO

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