Los católicos que quieren anunciar el Evangelio de Cristo; los que desean hacer incluso el primer anuncio de lo esencial del cristianismo, el llamado kerigma, han de tener muy en cuenta que “el drama del mundo de hoy no es solamente la ausencia de Dios sino también y, sobre todo, la ausencia del hombre” (Luigui Giussani, El sentido de Dios y el hombre moderno, 2005). Sí, la dificultad está en que el ser humano se tome en serio su propia humanidad.
La cuestión es, por ello, no tanto el llamado “problema de Dios” y su conocimiento, sino el problema del conocimiento del hombre y la mujer y hallar en ellos mismos la huellas que dejó Dios para encontrarse con Él. Esto es muy cierto y muy de tenerse en cuenta. En las primeras páginas de la encíclica Razón y Fe de Juan Pablo II, se nos explica: “Una simple mirada a la historia antigua muestra con claridad cómo en distintas partes de la tierra, marcadas por culturas diferentes, brotan al mismo tiempo las preguntas de fondo que caracterizan el recorrido de la existencia humana: ¿quién soy?, ¿de dónde vengo? Y ¿adónde voy?, ¿por qué existe el mal?, ¿qué hay después de esta vida? Estas preguntas las encontramos en toda la humanidad, en los libros sagrados de Israel, también en los Vedas, en los Abestas. Las encontramos en los escritos de Confucio y Lao-Tse, en la predicación de Tingancara y de Buda. Asimismo, se encuentran en los poemas de Homero y en las tragedias de Eurípides y Sófocles, así como en los tratados filosóficos de Platón y Aristóteles. Son preguntas que tienen su origen común en la necesidad de “sentido”, que desde siempre acucia al corazón del hombre. De las respuestas que se den a tales preguntas, en efecto, depende la orientación que se dé a la existencia” (Fides et Ratio, par.1).
¿Cómo conseguir que todo hombre y mujer se tomen en serio su propia humanidad, se hagan sus propias preguntas? He aquí la cuestión. “No podemos <entonces> ir con un discurso sobre Dios cuando no hemos soplado las cenizas que están tapando el rescoldo de las preguntas fundamentales”. Son palabras éstas del Papa, cuando aún era arzobispo de Buenos Aires. Debemos invitar a que la gente se pregunte “¿Y yo qué soy?” Sin duda, uno de los problemas de nuestra cultura de supermercado, de ofertas que tranquilizan el corazón, es plantear las preguntas. No las van a responder los políticos en la cansina campaña electoral a la puerta. Ese es el desafío, frente a la anestesia, a esa tranquilidad barata que entretiene.
Pero si queremos dar respuestas a estas preguntas que no nos atrevemos, no sabemos o no podemos explicitar, caemos en un absurdo. Para un hombre que haya olvidado o censurado sus preguntas fundamentales y el anhelo de su corazón, el hecho de hablarle de Dios resulta un discurso abstracto, esotérico o una devoción sin ninguna incidencia sobre la vida. Repito lo que decía el Papa Francisco: nosotros no podemos ir a los que nos rodean, con quienes nos relacionamos, si están alejados o indiferentes, con un discurso sobre Dios cuando todavía no hemos soplado las cenizas que están tapando el rescoldo de esas preguntas. El primer trabajo es sin duda crear el sentido de esas preguntas que están escondidas, enterradas, enfermas quizás, pero están.
Consecuentemente, el drama del mundo de hoy es no solamente la ausencia de Dios sino también y, sobre todo, la ausencia del hombre, la pérdida de su rostro, de su destino, de su identidad, cierta incapacidad para explicar esas exigencias fundamentales que anidan en su corazón. No estoy diciendo, sin embargo, que exista entre razón y fe una contraposición insanable, como incluso entre cristianos se piensa. No. En realidad, lo que quiero destacar es el hecho de hablar en serio de Dios significa exaltar y defender la razón, descubrir el valor y el método correcto de la razón.
Apliquemos estas ideas a ayudar a tantos hombres que piensan que se puede vivir en la mediocridad a la que nos empuja constantemente la cultura dominante. No se puede plantear el problema de Dios a corazones quietos, sedados, porque sería una respuesta sin pregunta a ese conjunto que tiene como criterio de juicio comparar todo con el corazón, pero en corazón en sentido bíblico.
Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo emérito de Toledo.
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