Estamos asistiendo a una nueva ola de “politicismo”, expresión acuñada por Julián Marías para referirse a la confusión entre el Estado y la sociedad y, en cierto modo, denunciar la prepotencia de un poder público que excede de lo que es requerido por la función que le es propia en virtud del principio de subsidiariedad y pasa a ocupar el lugar que nos corresponde a los ciudadanos.
La pandemia no ha hecho sino acrecentar esta realidad: el líder del partido (o partidos) en el Gobierno no se limita a gobernar el bien común, sino que busca imponer su agenda a toda costa, sin contar con los colectivos sociales implicados –con todos, no sólo con los adeptos– ni mantener un dialogo fluido y constante con quienes, por tener un claro protagonismo en ese espacio de acción, pueden aportar luz sobre las actuaciones legislativas o ejecutivas propuestas, ni apoyarse en los expertos que, por definición, no solo podrían mejorar los resultados de los procesos de toma de decisiones, sino que resultan imprescindibles en determinados ámbitos que, por su complejidad, exceden la capacidad del gobernante.
Es la expresión máxima de la ideologización de la acción de gobierno: no importa encontrar las mejores respuestas a los problemas que se pretenden resolver, sino, sencillamente, imponer la propia forma de ver la realidad, sin posibilidad de participación ni de oposición.
Así ha ocurrido con la nueva Ley de educación, con la nueva Ley de eutanasia o con la propia gestión de la pandemia, por señalar algunos ejemplos. Todos los tenemos presentes y no resulta necesario insistir en ellos. Pero sí conviene ser conscientes de que los errores se pagarán caros en el futuro inmediato; de hecho, ya los estamos sufriendo: confrontación, división, agravamiento de los problemas, silenciamiento, cuando no persecución abierta, de voces discordantes…
Lo peor, sin embargo, es que todo indica que esta situación nos resulta indiferente. La comunidad está aletargada y parece haber renunciado a su papel protagonista, no sólo a nivel político, sino también a nivel social; quienes la conformamos, en términos generales –obviamente, siempre hay excepciones– estamos más preocupados por nuestro bienestar personal que por el progreso colectivo y no pesa en nuestras conciencias la pregunta acerca de qué mundo vamos a dejar a las generaciones futuras.
El Estado está fagocitando toda capacidad de acción colectiva frente a una sociedad inerte que ha decidido prolongar voluntariamente la cuarentena. La consecuencia más grave es clara: la pérdida de libertad. ¿Seremos capaces de verlo y reaccionar?
GRUPO AREÓPAGO
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