La celebración del Día Mundial de la Paz en la Iglesia Católica cada 1 de enero (instituida por Pablo VI en 1968, y que no coincide con el Día Internacional de la Paz que celebra la ONU cada 21 de septiembre) nos obliga a reflexionar al principio de cada año sobre el sentido cristiano de la paz. La reflexión es necesaria, no solo por la existencia de dos días mundiales diferentes, sino porque el mismo Cristo, justo antes de encarar la pasión, advierte a sus discípulos: «La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy yo como la da el mundo. Que no se turbe vuestro corazón ni se acobarde» dejando después claro que algo terrible va a pasar inmediatamente y les urge ir hacia Getsemaní (Jn 14, 27 y ss.). ¿Cómo es esa paz si no coincide con la del mundo?
Si a cualquiera de nosotros nos hubieran preguntado qué paz le hubiéramos pedido a Cristo en ese momento previo a la pasión, hubiéramos pensado en la pacificación de las autoridades judías, en la conversión de romanos o en la intervención masiva de la población de Jerusalén en torno a Jesús. Sin embargo, la paz que da Cristo va acompañada de la agonía de Getsemaní, la humillación del juicio injusto, la crueldad de la tortura y la ejecución en la cruz y la posterior resurrección. Todo eso está dentro del concepto de paz cristiana.
Para entender un poco mejor el alcance de la palabra paz en boca de la Iglesia, conviene explorar el sentido de esta palabra en la liturgia de la misa. La palabra paz aparece muchas veces, algunas con un protagonismo muy importante. Por ejemplo, justo antes de la comunión, el pueblo proclama: «Cordero de Dios que quitas el pecado del mundo, ten piedad de nosotros… danos la paz». La paz de Cristo es la respuesta a la imploración de quitar el pecado del mundo. Cristo es el único capaz de quitar el pecado del mundo, ese pecado que provoca las guerras y el hambre, los odios, la marginación, el crimen, el abuso de poder, la extorsión, el miedo, el rencor, la avaricia, la indiferencia… Pedir la paz es pedirle a Cristo que quite estos pecados de nuestros corazones, por eso pedimos piedad: ten piedad de nosotros, porque el pecado está dentro de nosotros. Eso fue lo que hizo en su pasión y resurrección, quitar el pecado del mundo cargando con él, redimirnos de su peso insoportable, y eso se actualiza en cada celebración eucarística. Esa es la paz que nos deseamos unos a otros en la Celebración Eucarística.
Quizá por esto la Iglesia suele celebrar el Día Mundial de la Paz en torno a la Misa, porque entiende que la fuente de la paz está en el único que tiene poder sobre el pecado. Su actuación es a veces misteriosa y se manifiesta por caminos sorprendentes, pero él es el único que puede decir con autoridad: “Mi paz os dejo, mi paz os doy”. Por eso, al final de la misa, el ministro concluye con un esperanzador: «Podéis ir en paz», porque Cristo ha vencido al pecado.
Que empecemos el año con la conciencia de pecadores necesitados de perdón y la certeza de haber sido redimidos. Que retomemos el camino con la paz que impide que el corazón se turbe ni se acobarde, con la paz del que tiene el poder de quitar el pecado del mundo.
GRUPO AREÓPAGO
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