Los seres humanos no solo tememos a la muerte, sino que, por ese miedo, somos esclavos de ella. Como dice la Carta a los Hebreos, “Jesús participó de nuestra carne y sangre, para aniquilar mediante la muerte al señor de la muerte, es decir, al diablo, y liberar a cuantos, por miedo a la muerte, pasaban la vida entera como esclavos” (Heb 2,14-15). Tal vez ese ha sido el sentimiento de tantos que han tenido la temible experiencia de la muerte de sus seres queridos durante la pandemia. Sin posibilidad de despedirse de ellos y con entierros casi sin familiares, separados por la distancia preceptiva y con apenas una oración por un sacerdote o un familiar: he ahí una realidad vivida por tantos en estas semanas de pandemia. Ciertamente dura.
Digamos, pues, alguna palabra sobre estos acontecimientos tan tristes. Ante todo, que la experiencia para las familias ha sido muy inesperada, pues llegó de repente y nadie habló de ella en los medios; no he oído a ningún miembro del gobierno o de sus portavoces referirse a los que murieron, solo en las cifras de cada día: “Los fallecidos hoy…”. Pero las determinaciones y los protocolos con los que mueren, vinieran del Real Decreto de estado de alarma o no, han sido taxativas, tal vez apoyándose en las disposiciones del Organización Mundial de la Salud. ¿Se pudieron haber pedido algunas opiniones o considerado otros modos de actuar a la hora del entierro? Creo que es una pregunta ingenua que no tiene respuesta.
Por otro lado, esta pandemia es la primera que nos sacude como sociedad virtualmente no creyente o atea, o por lo menos en la que no se atiende mucho a cuestiones que se refieran a sentimientos o creencias religiosas. Éstas no han estado en el debate público de la mayoría de los medios, sin apenas referencia a enfoques trascendentes sobre el sentido de lo que está pasando. ¿Ha pasado también esto en la comunidad católica, en la Iglesia? Alguna crítica he leído al respecto. Alguien ha dicho que en la Iglesia en España hemos abandonado a los enfermos y sus familias y, además, hemos renunciado al culto público. Me parece inaceptable esta opinión e injusta. Ciertamente, además de la pequeña oración en el cementerio, no ha habido celebración de la Misa de Exequias, ni siquiera cuando el difunto era un sacerdote. Pero, ¿qué podíamos hacer ante las disposiciones tan drásticas que emanaban de nuestras autoridades por precaución? Hemos sido exquisitos en cumplir estas disposiciones, aunque fuera un hijo sacerdote quien enterraba a su madre, a su padre o hermano.
No es justo, sin embargo, afirmar que ha cesado la liturgia pública de manera abrupta y radical, porque no es verdad. Y menos que lo hayan hecho los obispos como si se tratara de algo inútil, no esencial en tiempo de pandemia. Parece como si los fieles hubieran estado abandonados a su suerte, únicamente sostenidos los médicos y sanitarios cristianos en su atención admirable a los enfermos, por quienes también han rezado. Pero ha habido mucho más que esta oración y dedicación de los fieles laicos siempre necesaria: celebraciones de la Eucaristía ofrecida por estos difuntos, siempre respetando el Real Decreto, tanto en catedrales como en templos y capillas. Por otro lado, está la tarea de los capellanes de hospitales. Admirable. Y ¿quién no ha visto tanta atención cercana a los más necesitados en parroquias rurales o no?
¡Cuántas celebraciones de la Eucaristía vistas por los cristianos en las redes sociales, con un esfuerzo admirable para manejar y utilizar medios que yo no sé qué nombre tienen! Se ha celebrado la Semana Santa en catedrales con pocos fieles, sobriamente, pero, Dios lo sabe, con mucho aprovechamiento para los que han querido ver lo esencial. Eso sí, con nostalgia de las celebraciones de otros años. Se ha podido celebrar en familia, con los amigos por las redes o con toda la comunidad parroquial. Sin procesiones, por desgracia, pero sin que haya faltado lo esencial: la conmemoración de los misterios que nos dieron nueva vida, acontecidos hace veinte siglos en Jerusalén; esto es, la muerte, la sepultura, resurrección y ascensión de Cristo a los cielos, el Misterio Pascual. Porque sin ese misterio de la muerte la resurrección del Señor, todo es vano e inútil.
Por todo ello, les invito a lo que siempre es posible: orar, hacer duelo por todos los que han muerto de coronavirus, que son demasiados; y a hacer duelo con sus familias. Reconocer a todos y cada uno de los que murieron, pues no son un número, como a veces ha sucedido en las guerras absurdas de los humanos. Son personas, cuya pérdida ha sido lo más grave que nos ha sucedido en esta pandemia, aunque haya ciertamente que afrontar tantas otras consecuencias difíciles, y que nos harán sufrir en un futuro próximo. Son y serán problemas sociales y económicos que pondrán a prueba nuestra capacidad de amar y de ser solícitos del bien de los demás. Todos nos hemos empobrecido en tantos aspectos; otros muchos lo serán por falta de trabajo.
La muerte es algo muy serio, que cada uno vive personalmente, por lo que no hay que alejarla de nuestros pensamientos, olvidarla, hacer como que nunca nos afectará. Pero no es más fuerte que Dios, ni la hizo Dios. Ante la muerte guardamos silencio, pero hay que anunciar muy alto que no es la que vencerá, porque Cristo la ha vencido y nos ayuda a vencerla a nosotros, pobres mortales. También Jesucristo ha vivido este año, en el Triduo Pascual de Semana Santa su muerte, en un silencio más grande de nuestro confinamiento. Cuando nos hemos preguntado, al saber que esta o aquella persona había muerto de coronavirus, cómo habrá sido su muerte, ayudado sin duda por médicos y otros sanitarios, pero sin su familia más cercana, nos hemos percatado con pena de las dimensiones de la pandemia.
Queridos amigos, como cristiano la fe que el Señor me ha concedido sin mérito alguno por mi parte me proporciona una certeza cierta. Y me dice esta fe que el único que no abandona al que muere, el que está siempre, es Jesucristo. Es lógico, pues Él sabe lo que es esta vida mortal, sabe lo que es la muerte, ir más allá de la vida de aquí, pero sobre todo sabe lo que es la resurrección de su cuerpo. Es experto en vida eterna. Él ha vivido su muerte con toda la intensidad posible y su cuerpo ha sido glorificado. Como Hijo de Dios hecho carne por nosotros, Él es el único que tiene una la capacidad de consolar a fondo, también en el momento de la muerte y también en el dolor de los que han perdido a los suyos en estos meses de pandemia.
Todo lo cual no debe llevarnos a la simple resignación. Es preciso que, cuando fuere posible, se manifieste el duelo, se reconozcan esas muertes concretas públicamente del modo que se crea más conveniente y siempre respetando la voluntad de las familias concretas. Junto a la oración de los que creemos en Dios por estos difuntos, creo que no debe faltar el reconocimiento y muestras de dolor en la vid de nuestra sociedad. ¿Sería bueno que, puestos de acuerdo, sonaran un día las campanas de nuestras iglesias y catedrales por los que se han marchado casi sin darnos cuenta? Sería justo y bueno. Creo en la resurrección de los muertos y en la vida eterna. Por eso tengo esperanza de la acogida de estos hermanos muertos por el buen Dios y rezo por ellos. Os invito a ello, naturalmente.
+Braulio Rodríguez Plaza, Arzobispo, Emérito de Toledo
Muchas grs.y saludos.