Firma invitada de don Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo emérito de Toledo: «En defensa de los que practican!

         Sigue habiendo, como siempre, cristianos de fachada: Misa del domingo, pescado los viernes de Cuaresma, comunión pascual. ¿Serán de ningún valor estas prácticas? Pienso que es justo rechazar un cristianismo de pura práctica exterior. ¿Será mejor considerar sin importancia el culto y los sacramentos, para reducir el cristianismo a una moral de fraternidad y de filantropía? Yo no lo creo. “¿Piensa usted, pues, que una persona que no tiene fe, pero sí una conducta irreprochable y que se consagra sin medida a obras sociales, tenga menos posibilidades de salvación que un bautizado con vida egoísta y mediocre, aunque vaya a Misa el domingo?” Yo no juzgo sobre esa disyuntiva. Sólo digo que hay una cierta mitología en pensar que el que se ocupa de obras sociales es abnegado y el “practicante” es egoísta y sin horizonte. La realidad no nos muestra este panorama.

         Lo que me parece absolutamente simple es la idea de que el espíritu de fraternidad basta para hacer del ser humano un cristiano y un hijo de Dios, aunque no tenga ninguna fe en Dios. Nada de esto dice el Papa Francisco.  Cierto que el amor al prójimo es la piedra de toque del auténtico amor de Dios. Los Padres de la Iglesia lo dicen a menudo; pero es también verdad que el amor al prójimo no exime de ninguna manera del amor a Dios. Más aún: entre los dos preceptos, el amor a Dios es, sin duda alguna, el primero. El cristianismo es una religión antes que una moral. La idea de que un hombre puede ser cristiano sin ser primeramente religioso es una aberración del espíritu moderno o postmoderno.

         La esencia del cristianismo es el reconocimiento por el hombre de su dependencia respecto de Dios, a quien está religado. La actitud que hace del hombre el valor supremo es profundamente anticristiana, hasta decir que basta ocuparse de los demás para hacer del ser humano un cristiano. Es una idolatría la afirmación de que el hombre no necesita de Dios para amar a los hermanos. “La tentación del hombre moderno —dice un escritor católico—, es mostrar que no tiene necesidad de Dios para hacer el bien”. La tentación de un cristianismo que prescindiera de Dios y lo reemplazara por el hombre no sólo es anticristiana, es antihumana. La relación del hombre con Dios es tan constitutiva del ser humano como la relación del hombre con los demás. El hombre que no reza no es un hombre. Le falta algo esencial. Está mutilado de una parte de sí mismo. Por ello, el cristiano, al defender los valores religiosos, defiende al ser humano moderno contra la asfixia que le acecha.

         En esta perspectiva se nos mostrará el valor de la práctica religiosa, aun en su forma elemental. Significa que, en la vida de un creyente, con sus debilidades, hay una voluntad de no romper con Dios, de mantener contacto con Él. Por ejemplo, los hombres y mujeres han sentido siempre la necesidad de santificar los actos esenciales de la vida para dirigir su existencia a las fronteras del misterio: el nacimiento de un niño, la unión hombre/mujer, el afrontamiento de la muerte. En su nivel más elemental, la práctica cristiana es una parte de la naturaleza humana. No alabaré al cristiano para el que su fe se reduce a algunos de estos actos religiosos, pero tampoco lo censuraré. Respetaré en él la mecha que todavía humea; la caña que puede ser enderezada.

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         Hemos de sufrir, con razón, porque los cristianos seamos con frecuencia tan poco cristianos. Pero nosotros no conocemos el secreto de los corazones: “Dios es más grande que nuestro corazón”. Sin duda: no es necesario ser cristiano para compadecerse con los cuerpos que sufren: basta para ello el instinto de humanidad. Pero ¿quién sino el cristiano compadecerá la miseria del espíritu, que es la peor, porque atañe a las realidades últimas y esenciales?

         Pienso que no es ese el problema mayor en nuestra discusión. Es entender por qué el culto, sobre todo por qué celebramos los sacramentos, sin olvidar toda la rica piedad popular. Los sacramentos representan en realidad otra cosa. Están ligados a la misma esencia del cristianismo, de tal modo que es imposible ser cristiano sin participar en ellos. Muchos cristianos, sin embargo, se plantean problemas respecto a su necesidad y significación. Les parece que dependen de una religión externa, colectiva, que consideran secundaria. Este sentimiento es síntoma claro del individualismo humano, que opondría un cristianismo “puro” a uno de práctica y de observaciones. Para ello, lo mejor es profundizar en comprender mejor el sentido de los sacramentos.

         No estamos hablando de un cristianismo “interior”, intimista. Es preciso no desconocer que los cristianos pertenecemos a una comunidad tan esencial en el hombre como la existencia personal; es la Comunidad que fundó Jesucristo, y que es la Iglesia. Esta no es asimilable a una organización colectiva, sino que es la constitución divina de una estructura institucional a la que Cristo ha confiado su mensaje. En ella vamos sus miembros juntos, teniendo en cuenta que vamos con más hermanos, abiertos a toda la humanidad, como quiere Jesús. El Papa Francisco subraya con fuerza esta característica de la Iglesia: su sinodalidad (= acción de caminar juntos). Vale lo que valen sus miembros, pero Cristo ejerce con nosotros y en nosotros su sacerdocio.

         Esto nos lleva a manifestar en seguida que la Iglesia no tiene mucho que ver con otras realidades que institucionalmente se parezcan. Ella es la expresión de un orden totalmente divino según el cual Dios se comunica a los hombres y mujeres a través de un pueblo, de una comunidad. Es así desde el AT: el Señor permanece en el tabernáculo en medio del pueblo de Israel. La Iglesia es la esposa de Cristo, siempre santa y necesitada de perdón, en quien su Señor ha depositado los dones definitivos de su salvación. El ser humano busca a Dios, y nosotros le decimos: Dios está presente, sus energías obran, su palabra resuena en la Iglesia, que es su tabernáculo hecho de piedras vivas.

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         Ahora bien, en un primer sentido los sacramentos son los actos por los que entramos en contacto con la Iglesia, en Cristo por el Espíritu Santo. “Tal vez, puede decir alguno, el cristianismo suponga una comunidad, pero ¿por qué es necesario que se manifieste ésta mediante actos externos”? ¿Qué importancia puede conceder Dios al hecho de que vayamos a Misa más bien el domingo que el jueves, de que nos reunamos en un mismo recinto para orar más bien que permaneciendo cada cual en su casa? Lo que para Dios importa son las disposiciones del corazón, nos argumentan tantos: ¿no es la religión interior la única cosa importante? ¿qué añade a ella el acto exterior?

         En este tipo de argumentación se olvida lo más importante: pertenece a la esencia misma del cristianismo ser la encarnación del Hijo de Dios en la humanidad. Él es el Verbo hecho carne. Por el contacto con su humanidad sensible, los hombres y mujeres que vivieron cerca de Él en el país de Jesús han tenido acceso a su invisible divinidad. Y la Iglesia es continuación de la Encarnación: que Dios es Cristo. Contiene un misterio divino dentro de una humilde apariencia. Pero sólo por el contacto con esta apariencia visible, con su carne, con su estructura visible, con sus sacramentos, se puede tener acceso a las riquezas divinas que contiene. Quien las desprecie por la humildad de la carne de Cristo se privará para siempre de la riqueza de su espíritu.

         Entramos aquí en la esencia de los sacramentos, signos sensibles que obran la gracia. Esa humilde agua vertida sobre la cabeza derrama en el alma la vida del Espíritu, manantial para la vida eterna. Jesús se hizo hombre para hacernos dioses. Lo sobrenatural se hace carnal, porque el Verbo de Dios viene a tomar al hombre todo entero, carne y espíritu, para vivificarlo totalmente por su Espíritu Santo. Nada hay más contrario a este realismo del Espíritu que los espiritualismos desdeñosos de la carne. ¡Hemos visto tantas veces este modo de pensar en estos veinte siglos de historia de la Iglesia!

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         Todo esto nos conduce a un último aspecto: ¿no será más importante ejercitar la caridad que ir a Misa, participar en la lucha por la paz o por la vivienda que asistir a las reuniones litúrgicas de la comunidad cristiana? Sinceramente, en esta confrontación veo pasar por nuestro rostro el soplo del padre de la mentira. Los sacramentos son precisamente la forma presente de la historia santa, es decir, son la presencia en medio de nosotros de las grandes obras de Dios; la historia santa que atestigua el AT, la que culmina en los misterios de Cristo. Pero los sacramentos son la continuación en medio de nosotros de estas acciones divinas. Vivimos en plena historia santa. Dios permanece entre nosotros hecho alianza. Y estas obras de Dios son más grandes que las obras de los hombres.

         El verdadero sentido de los sacramentos: acciones divinas de Cristo glorioso y viviendo en la Iglesia. El Bautismo y la Eucaristía son el agua y la sangre manando, hasta el fin de los tiempos, del costado abierto del nuevo Adán para dar vida al mundo. No se puede oponer, pues, dentro del cristianismo una práctica cultual a un amor fraterno. El servicio de Dios es una exigencia tan fundamental como el del prójimo; son dos exigencias irreprimibles. Y un cristiano se engaña siempre que reduce al mínimo cualquiera de ellas. No hay otro mundo digno del hombre sino aquel en que ambas son respetadas.

         El cristianismo no es la yuxtaposición de una práctica y de una moral. Es la vida de Dios suscitando la vida del hombre. Es Dios viniendo a buscar al hombre. Por lo cual la entrada en esta vida de Dios es el origen de toda la vida cristiana. Y esto es obra de los sacramentos, que, por otro lado, nos hace reconocer la radical impotencia para salvarnos a nosotros mismos, hasta pedir a la Iglesia esa salvación de Dios en Jesucristo. No hay cristianismo sin sacramentos. La práctica sacramental es la condición previa, fuera de la cual no hay cristianismo auténtico.

+Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo emérito de Toledo

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