Firma invitada de don Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo emérito de Toledo: «Bienaventurados los pobres»

La pobreza es, con la caridad y la verdad, uno de los rasgos esenciales del espíritu evangélico; por tanto, no ser fiel a la pobreza es traicionar la sustancia del Evangelio. Y a mí me parece que muchos cristianos hoy, individualmente o caminando con los demás como miembros del Cuerpo de Cristo, experimentamos un cierto malestar respecto a la pobreza. Pero, ¿dónde colocar la exigencia de la pobreza evangélica? Aquí empieza la incertidumbre. ¿Consiste en eliminar todo lo superfluo? ¿Exige un desprendimiento de toda posesión y una aplicación en común de los bienes? ¿Pide más radicalmente una ruptura con el mundo burgués y una participación en la lucha obrera? O, muy por el contrario, ¿significa una actitud puramente interior, compatible con el lujo y la comodidad, llevándonos poco a poco a un consumismo al uso? Todas estas soluciones se han propuesto.

     De modo que debemos ante todo considerar las ambigüedades que se dan en torno a la palabra pobreza, pues aun en el Evangelio hay significados diferentes para ella. Por ello debemos preguntarnos qué es lo esencial de la pobreza en el Evangelio. En primer lugar, cuando nos preguntamos qué quería decir Cristo llamando “bienaventurados” a los pobres, aparecen ante nosotros dos soluciones extremas. La primera es la que subraya que se trata de los “pobres de espíritu”. Se interpretará, pues, que la pobreza evangélica es ante todo una posición interior de desprendimiento respecto a los bienes materiales, pero perfectamente compatible con la posesión de los mismos bienes. Tal solución puede parecer verdadera, pero también muy cómoda. Es difícil ser escrupuloso de conciencia y usar apaciblemente de los bienes de este mundo con espíritu de pobreza, mientras otros están en la miseria. San Lucas va en otra dirección cuando habla de pobres en su versión de las Bienaventuranzas. Una pobreza que no supusiera renuncias efectivas sería un engaño; pero sería igualmente falso erigir en valor absoluto y supremo la privación misma de bienes materiales, pues “la pobreza en sí misma no es buena”, según Santo Tomás.

     Recuérdese la distinción entre miseria y pobreza. Un primer error de interpretación consistiría, pues, en identificar los” pobres” de la bienaventuranza con los “miserables”, los que carecen del mínimo necesario para realizar una vida verdaderamente humana. Es esencial en el cristianismo acudir a ayudar al abandonado yendo en su búsqueda. En el fondo, puede pensarse aquí la actitud de Cristo, que no retuvo como una presa su igualdad con Dios Padre, sino que tomó la forma de esclavo. Y no se trata sólo de estar con los pobres, sino estar con ellos, pero para sacarlos de su miseria. La tradición cristiana no es un pauperismo, como tampoco es un dolorismo. Cristo tuvo horror de la miseria, como tuvo horror de la enfermedad y de la muerte. No desciende a la miseria si no es para arrancar al hombre de ella. No ama la miseria, sino a la mujer y al hombre en situación de miseria. Tampoco es la pobreza evangélica un resorte revolucionario de la lucha de clase.

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     Estas consideraciones nos llevan a una segunda manera de entender a los pobres en la Iglesia, asimismo sociológica; la que conduce a interpretar la frase “He venido a anunciar el Evangelio a los pobres”, como dirigida a las clases trabajadoras, a una concepción de “pueblo” un tanto impreciso. Valga algún ejemplo: un hombre puede poseer grandes riquezas y vivir frugalmente, ya por avaricia, ya por otro ideal; también hay ejemplos admirables de personas que poseen grandes bienes y viven pobremente, disponiendo lo que tienen en beneficio de los otros.

     La complejidad de la cuestión sigue manifestándose aquí. Pero hemos intentado, al menos, despojar la pobreza del Evangelio de cierto número de confusiones que oscurecen su significado. Necesitamos, pues, entrar en el fondo de la cuestión y preguntarnos de modo positivo en qué consiste la pobreza para un cristiano. Me parece a mí que el error está en explicar la pobreza evangélica desde puntos de vista humanos. Si queremos comprenderla, debemos volver a la Escritura Santa y preguntarnos qué significa por sí misma la palabra “pobre”.     

     Aquí, como casi siempre, si se quiere comprender bien el Nuevo Testamento, hay que partir del Antiguo. En él se trata con frecuencia de los pobres, los anawim, particularmente en los Salmos. Es verdad que estos textos han sido interpretados como expresión de conflictos sociales que dividían al pueblo de Israel. Pero nada sería más falso que ver en los profetas y en los Salmos de Israel campeones de la lucha de clases que pretenden liberar a los pobres de la explotación de los ricos. Este carácter de opresión es solo secundario. En la Biblia los pobres son antes que nada los “piadosos”, los “justos”. Son los hombres y mujeres fieles a la Ley de Dios. Esto da a la expresión un significado fundamental. La pobreza, pues, se define esencialmente en su relación con Dios y no, en primer lugar, en una relación con los bienes materiales o con los demás hombres. Esto basta para marcar la pobreza bíblica con su carácter propio. La relación con Dios es lo primero y lo que ordena todo los demás. Pobre es el que observa la ley de Dios. Lo es también el que sufre por no verla observada en todo el mundo, por la injusticia de éste.

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     Es pobre el que quiere la voluntad de Dios por encima de todo, porque ha comprendido que Dios es preferible a todo. Nos situamos, pues, en esa perspectiva religiosa que es la de toda la Biblia. Pero al mismo tiempo, esta fidelidad a Dios acarreará inevitablemente consecuencias materiales. Cualquiera que tome a Dios en serio se verá por necesidad arrastrado a comprometer su reputación, a sacrificar sus intereses, a perder su tranquilidad. No se trata aquí de construirse una parva pobreza que satisfaga la conciencia a poco coste y al amparo del cual se viva sin dificultades. La pobreza evangélica es la aceptación de los riesgos inmensos que supondrá siempre la fidelidad a la ley de Dios. No es preciso buscarla: vendrá por sí misma, y más pronto de lo que se quiera. El que toma a Dios en serio necesariamente será un pobre.

     Y el pobre será necesariamente un perseguido; sería inquietante, por el contrario, para un cristiano encontrar demasiada buena acogida por parte del mundo. Así el pobre será llevado también a luchar contra la injusticia social, no por solidaridad con una clase, sino por obediencia a Dios. Pero esta actitud, que el NT adopta del AT, arrastrará necesariamente al pobre a comprometer sus intereses: “No podéis servir a Dios y a las ganancias”, dice Cristo. Seguirle a Él será forzosamente perderse desde el punto de vista mundano. No se puede buscar a la vez el éxito personal y el de la obra de Dios: “El que salve su vida la perderá, y el que la pierda por mi causa, la salvará”. El que sigue a Cristo es necesariamente un arruinado, arruinado de reputación, de reposo, de fortuna.

     Aquí queremos llegar: el servidor de Jesucristo no puede ser más que el amo. Y Jesús de Nazaret, Hijo del eterno Padre, es el pobre. Es la referencia, pues, de sus discípulos. La privación de algo será buena cuando sea querida por Dios; pero la prosperidad lo será también, cuando sea querida por Dios en Cristo. Ese fue el comportamiento de Jesús: llevó una vida común; no instituyó ninguna prohibición alimenticia; no se distinguió por ninguna singularidad ascética. Consideró los bienes de tierra como dones de su Padre; los usó agradecido, pero supo también prescindir de ellos cuando tal fue la voluntad del Padre. Sintió sed junto a pozo de la samaritana y no tuvo piedra donde reposar su cabeza.

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     Para vivir como Cristo se necesita ante todo no creer que podemos hacerlo con nuestro solo esfuerzo; hay poner a Dios, a Cristo y al reino de cielos en nuestra primera opción. No es una técnica humana, pero se necesita, eso sí, ir contra la voluntad natural del hombre, que consiste en permanecer unido a su comodidad, a su reputación, a sus placeres, a su ambición, a su dinero. Y se necesita descubrir el misterio de amor de Cristo, que es el misterio de la cruz. El Verbo de Dios, al venir al mundo, no eligió para sí los honores, las riquezas, la prosperidad. No los condenó, pero no los eligió. Sólo Él tenía derecho a hacer esta elección. Y nadie puede hacerla por sí mismo. Pero se comprende que a través de los siglos los amigos de Cristo hayan deseado compartir su suerte para estar configurados con Él. Ahí está san Francisco, que se despoja con la “Dama pobreza”; o san Ignacio de Loyola pidiendo en los Ejercicios Espirituales imitar a Cristo soportando toda injusticia; o Pascal al escribir: “Amo la pobreza porque Él la ha amado”. Imposible ser cristiano si no se marcha más o menos valientemente en esta dirección, la que nos indica para la humanidad el Papa Francisco en Fratelli tutti.

Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo emérito de Toledo

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