Firma invitada de don Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo emérito de Toledo: «Abrir la cultura a los valores perennes de la trascendencia” (Benedicto XVI).

No pretendo dar lecciones a los fieles laicos de cómo debe ser su participación concreta en la vida pública. Sí estoy convencido de que deben estar ahí presentes. Y no es fácil, pues me parece que hay poco recorrido a la hora de dar luz los seglares en la Iglesia, animándoles a concretar su compromiso en la vida pública. Por otra parte, no se trata de invitar a todo el mundo a entrar en la participación política de los diferentes partidos. Esto es algo que a cada uno le compete, sabiendo, eso sí, que no existen partidos católicos, o partidos de la Iglesia. Pero, leyendo tantas intervenciones en discursos sobre este tema del recién fallecido Papa Benedicto, uno se da cuenta de la hondura de la relación entre creencias religiosas y la política. Nos dejaremos enseñar de este consumado maestro.

            El Papa ha hablado en muchas ocasiones de Dios a un público compuesto no solo por católicos sino por intelectuales de distintas tendencias, así como representantes del mundo musulmán. Fue memorable el discurso en Westminster Hall, ante 1.800 personas en septiembre de 2010, en el mismo lugar en que fue condenado santo Tomás Moro. Tema: ¿Qué exigencias pueden imponer los gobiernos a los ciudadanos? ¿Dónde se encuentra la fundamentación ética de las deliberaciones políticas para votar, por ejemplo, leyes como la de eutanasia, aborto, ley “trans”, etc.? ¿Cuál es el lugar adecuado de las creencias religiosas en el proceso político? Lean ese discurso.

            El 22 de septiembre de 2011, en su viaje a Alemania, habló Benedicto XVI en el Parlamento alemán (Bundestag). Lo hizo refiriéndose a los fundamentos del Derecho y de los peligros que derivan: ¿Cómo se reconoce lo que es justo? La eterna pregunta por los límites del poder, la relación de la autoridad política con la libertad de conciencia para dar respuestas morales, el sentido del derecho-deber de obedecer en conciencia o las consecuencias de obedecer a Dios estaban en la raíz de las preguntas formuladas por un Papa que, en coherencia con la Fe cristiana, siempre enseñó que el cristianismo no puede ofrecer normas objetivas para una acción justa de Gobierno ni proponer soluciones políticas concretas.

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            El Papa teólogo siempre buscó el diálogo sobre estas cuestiones; nosotros habríamos de hacer lo mismo, a pesar de que en tantas ocasiones las leyes salen del Parlamento sin diálogo ni atención a lo que está viviendo la gente en este momento. Benedicto XVI estaba convencido de que el cristianismo anhela hablar de Dios en público porque creía firmemente que el ser humano alberga una necesidad real de creer en Él, en un intento apasionado por abrir la cultura a los valores perennes de la trascendencia. Ese diálogo Fe-Política lo hizo el Papa Ratzinger desde la racionalidad de la Fe cristiana, no simplemente desde una fe individual circunscrita al interior de la persona.

            Él predicó una Fe que podía ser escándalo, pero no realidad absurda, porque la Fe cristiana es razonable y puede ser dialogante y fermento de una acción política sustentada en unos fundamentos objetivos cognoscibles por creyentes y no creyentes. “La tradición católica, explicaba el Papa, mantiene que las normas objetivas para una acción justa de gobierno son accesibles a la razón, prescindiendo del contenido de la revelación” (2010). Por eso “jamás ha impuesto <el cristianismo> un derecho revelado, un ordenamiento jurídico derivado de una revelación”.

            En su libro Iglesia Ecumenismo y política (BAC 1987), Ratzinger explicaba este punto central de su pensamiento: “El Nuevo Testamento conoce un ethos político, pero no reconoce una Teología Política. (…) La política no pertenece a la esfera de la Teología, sino de la ética, y en último término solo puede esperar de la Teología un fundamento”. No obstante, insistía el Papa en 2010 que la religión puede iluminar la razón en la búsqueda de principios morales objetivos. Lo que no puede es caer en la tentación de no prestar la debida atención al papel “purificador y vertebrador de la razón”.  

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            Pero, como en las actuales circunstancias, el diálogo fe-política es siempre controvertido. Tanto la fe como la política deberían no ignorar las distorsiones que puede causar las ideologías o reduccionismos que atentan contra la consideración plena de la dignidad de la persona humana. “La religión no es un problema que los legisladores deban solucionar, sino una contribución vital al debate nacional”, subrayó el Papa en 2010. ¿Por qué no reconocerlo? Si en el terreno práctico es posible ponerse de acuerdo, ¿por qué no aceptar el legítimo papel de la religión en la vida pública?

            La pregunta, pues, de los límites del poder político es y debe seguir siendo una pregunta permanente. Y es una pregunta pertinente porque el simple consenso social o el principio de la mayoría como criterio legitimador no es suficiente. Lo estamos viendo hoy: en las todas las leyes aprobadas por el Parlamento, tales como eutanasia, aborto, ley trans, ¿es suficiente ese consenso y esa mayoría cuando está en juego la dignidad del hombre y de la humanidad? El Papa Benedicto escribe en 2010: “Si los principios éticos que sostienen el proceso democrático no se rigen por nada más sólido que el mero consenso social, entonces este proceso se presenta evidentemente frágil. Aquí reside el verdadero desafío para la democracia”.

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            Fe y razón, pues, se necesitan y se complementan en una relación dialógica que abre la trascendencia y purifica. En consecuencia, Benedicto XVI pidió en Gran Bretaña y en Alemania que la colaboración desde el respeto a la autonomía se convirtiera en norma en las relaciones entre religión, política y derecho a la búsqueda del bien de los ciudadanos. La Iglesia no pretende sustituir los deberes de justicia propios de la política, pero sí afirmar que la política no puede ser el simple fruto de la razón técnica, del funcionalismo o del positivismo. “En el mundo occidental está muy difundida la opinión según la cual sólo la razón positivista y las formas de la filosofía derivadas de ellas son universales”, decía Benedicto XVI en Ratisbona en 2006. Ciertamente el Papa no estaba de acuerdo con esta opinión.  

            Pero, ¿cómo pedir ese diálogo y consideración en la vida social y política en España, si se tiene en la mente casi únicamente el disenso, el ataque y la ocasión de sacar unos cuantos votos más en las elecciones que vengan, sin tener en cuenta otras cosas? Con otro lenguaje, el Papa Francisco persigue el mismo diálogo. Recemos para que la paz y el bien común imperen.

Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo emérito de Toledo

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