Firma invitada de don Braulio Rodríguez, arzobispo emérito de Toledo: Recomendar con esperanza

¿Qué esperar? ¿Es posible tener esperanza tras asistir a tantos nuevos brotes del covid-19? Podemos recomenzar. Lo dice el Papa Francisco en su nueva encíclica: “Cada día se nos ofrece una nueva oportunidad, una nueva etapa. No tenemos que esperar todo de los que nos gobiernan, sería infantil” (“Fratelli tutti”, n. 77). Es bueno preguntarnos, sin embargo, de dónde nace la esperanza, o cuál es la diferencia entre esperanza y optimismo. En definitiva, ¿de dónde nace la capacidad de esperar en las circunstancias en las que vivimos? Las dificultades que trae el covid-19 nos obligan tal vez a buscar nuevas posibilidades, siempre que no sigamos persistiendo en la idea que lo ideal es volver al pasado anterior a la explosión de la pandemia. Lo repite el Papa muchas veces en su espléndida carta-encíclica: es preciso aprender y salir juntos de la pandemia, de modo que o salimos juntos o perdemos juntos.

          Ciertamente no pasa un día, ni una hora, en que no digamos: “Espero que suceda esto o aquello”, “espero que no suceda tal cual acontecimiento” que nos parece negativo. Siempre esperamos que llegue algo bueno y nada malo. Esto forma parte de nuestra naturaleza de seres humanos. Y ¿qué pasa cuando la circunstancia se vuelve implacable, dura y contradictoria, de manera que se pone a prueba la consistencia de nuestra esperanza? Nos viene bien, entonces, ver la diferencia entre esperanza y optimismo. Este último es una disposición psicológica a ver el lado positivo de la realidad y decir que todo va bien, aún a condición de tener que cerrar los ojos. Es algo temperamental y a la vez pasajero, pues en tantas ocasiones a esa disposición a sostener que todo va bien cuando todo va mal le falta la consistencia necesaria para poder resistir a los acontecimientos.

          Respecto a la esperanza, muchos dicen: ¿es posible vivir con esperanza? Todo depende del punto de apoyo que tengamos para vivir. No se piensa mucho, pero de hecho la esperanza necesita fundarse sobre una razón. Cuando nos vemos desafiados más allá de nuestro día tras día, de lo ya conocido y de nuestras fuerzas, se comprueba si tenemos un punto de apoyo adecuado para afrontar lo que nos pasa. Si nos falta esto, sólo podemos esperar a que pase la tormenta, desviamos la mirada y pensamos: “ya ha pasado todo; sigamos como antes”. Pero esta actitud no sólo no resuelve nada, sino que agrava la dificultad. Si durante el tiempo de confinamiento de marzo a junio no hemos hecho más que esperar a que pase otro día y otro más, hemos perdido la ocasión de aprender la novedad de esa circunstancia y no hemos descubierto cosas insospechadas ni conocido algo de nosotros mismos o de los demás que no sabíamos que existían.

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          ¿Cuál es ese punto de apoyo que nos permite esperar incluso cuando la realidad no se corresponde con lo que esperamos? Puede haber falsas esperanzas, sin duda; en ese caso, ¿cómo identificar una esperanza que nos haga ser realmente nosotros mismos en estos momentos de nuestra pandemia? Descubrir este “punto de apoyo” es un camino humano, e implica una comprensión de lo que nos pasa. Por ejemplo, en estos meses pasados de dificultades que hemos sufrido, nos habrá sorprendido alguna novedad, habremos experimentando un asombro que antes no teníamos en la relación con los demás: una manera distinta de ver el trabajo, la educación de los hijos, el colegio, etc. Pero quien no lo haya hecho, quien no haya custodiado lo que ha sucedido, poco después habrá vuelto al viejo tran tran, a lo que antes hacíamos, a la rutina que nada cambia.

          De alguna manera nos invitaba a esta actitud el presidente del Gobierno cuando, en junio, nos decía que aprovecháramos la salida del estado de alarma y disfrutáramos del verano que llegaba. Ya sabemos el resultado: no habíamos aprendido nada de los tres meses anteriores, y hemos creído que todo volvía a la normalidad y que todo era cuestión de que se encontrara una vacuna. Dios quiera que sea así, pero, ¿quién ayuda a este pueblo español para curar las otras pandemias que estaban en nosotros antes de la llegada del covid-19? El Papa Francisco exhorta a recomenzar, pero cambiando la humanidad de actitud en tantos campos de la actividad humana.

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          La esperanza nace cuando vemos suceder en el presente algo que abre de par en par la mirada. Pensábamos que se había acabado la partida o el partido, que ya no había nada que esperar, y, en cambio, todo vuelve a empezar. Justo ahí, no en otra parte, no después ni antes, no en nuestra imaginación sino ahí, en la situación que estamos viviendo, sucede algo que hace renacer la esperanza, que abre el futuro de la vida a algo distinto. Leí en un cartel de Pascua: “La esperanza es una certeza para el futuro en virtud de una realidad presente”. Algo parecido dijo Benedicto XVI en su encíclica “Spe salvi”. Una joya este escrito del Papa Emérito.

          Hay personas que viven de este modo la esperanza. Su existencia, su manera de vivir la realidad presente nos indica una presencia. Una presencia en ellos que no es una presencia cualquiera. No cualquier presencia es capaz de fundar esperanza, de hacernos estar con la cabeza alta ante todos los desafíos de la realidad. “Pero, ¿yo puedo encontrar una presencia así?”, nos preguntamos. Los primeros discípulos de Jesús de Nazaret se “toparon” con su Presencia. En virtud de esa presencia, haciendo su vida normal o en medio de la tempestad, los discípulos no esperaban simplemente a que pasara, dándose buenos consejos, sino que se disponían a afrontarlo todo, hasta la tempestad, de una manera distinta, más verdadera, más humana.

          Vieron cómo estaba Jesús ante la enfermedad, la muerte, las dificultades, las contradicciones. Lo vieron, sí, acabar mal y lo llevaron al sepulcro. Pero luego lo vieron vivo, resucitado. Los que tenían esa Presencia en la mirada no podían dejar de decir –como san Pablo–: “Ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni ninguna otra criatura podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús” (Rom 8,38-39). Los discípulos de Jesús se encuentran con una Presencia que introduce en la historia una esperanza que no defrauda.  Sin una Presencia que me ame tanto que yo, haga lo que haga, pase lo que pase, pueda mirar al futuro de manera distinta. De manera contraria, al final la esperanza se reduce a una palabra vacía.

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          Podemos darle las vueltas que queramos, pero sin una Presencia histórica, de un Hombre que murió y resucitó, y que por tanto está realmente presente y es contemporáneo a nuestra vida, la esperanza tendrá siempre fecha de caducidad. Cristo, Dios hecho hombre, muerto y resucitado, presente aquí y ahora en una realidad humana, es el origen de nuestra esperanza. A Cristo se le encuentra hoy. “Estas cosas son abstractas”, nos dirán. No. Son muchos los que se encontraron y se encuentran con esta Presencia. Solo algo real, presente, puede devolvernos la esperanza, no una idea ni una abstracción. Eso no sirve, como hemos visto ante el miedo al coronavirus, igual que en otras ocasiones.

          Hace falta una realidad carnal, histórica, que sorprende por el hecho de existir, para hacer renacer la esperanza. Se trata de personas en las que vemos encarnado un sentido adecuado para vivir, una promesa. Recuerden lo que decía Benedicto XVI, al afirmar que los conceptos más importantes del vivir se han convertido en carne y sangre: “La verdadera originalidad del Nuevo Testamento no consiste en nuevas ideas, sino en la figura misma de Cristo, que da carne y sangre a los conceptos: un realismo inaudito” ( Deus caritas est, 12). Necesitamos personas que vivan personalmente una esperanza, de modo que nos fascine y desafíe.

+Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo emérito de Toledo.

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