Los cristianos creemos y anunciamos que Dios, nuestro Padre, tiene un Hijo, el Verbo eterno; que este Hijo se hizo hombre por obra del Espíritu Santo, que ha muerto y ha resucitado para liberarnos de la esclavitud del pecado. Creemos, además, que esa liberación se realiza aquí y ahora, en todo tiempo y lugar, gracias a nuestra participación en el Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, en la que recibimos gratuitamente los dones infinitos de Dios. “¿Qué tiene que ver esto con la economía, con el capitalismo y con la posmodernidad?”, se preguntaba Daniel M. Bell Jr., teólogo metodista, en “La economía del deseo”, un libro aparecido en la editorial “Nuevo Inicio” de Granada este mismo año 2021. En él sostiene que el capitalismo es una negación de todo lo que hemos enunciado como lo que creemos. Una afirmación que parece muy fuerte.
Sí, en efecto, es una afirmación que asustará a muchos, ahora que comienza a abrirse el mercado en muchos ámbitos de la economía tan atacada por el confinamiento y se adelgazan las medidas restrictivas en tantos campos cerrados casi toda la actividad financiera tras la pandemia. ¿Será que este teólogo metodista está en contra de la economía de mercado, de toda economía de mercado? Bueno, para afirmar esto de este autor, es preciso leer este libro, pienso. Yo sólo quiero reseñar algunos aspectos del libro, que ha llamado mi atención.
Nunca he hablado sobre economía, salvo cuando me he referido a la “economía salvífica”, el designio salvador de Dios. Daniel M. Bell dice que el capitalismo puede ser un rechazo del Dios cristiano y una entronización del mercado y la empresa como los nuevos salvadores de la humanidad. Intenta demostrar, basándose en la filosofía de Gilles Deleuze y Michel Foucault, marxistas los dos, que el capitalismo es una economía del deseo, una economía que somete el deseo humano, lo deforma y lo desvía de su verdadero fin, que es Dios. Al hacerlo, al romper la comunión de cada hombre con Dios, rompe también su comunión con el prójimo y con el resto de la creación. Esta es, según Bell, la clave para entender la posmodernidad, que es esencialmente capitalista. Este es un tema muy serio y vital. Pienso que nos interesa adentrarnos en esas “clave” para entendernos a nosotros y a cuantos están en nuestro entorno.
Por lo que he leído del libro, su autor nos urge, sin embargo, a no perder la esperanza, pues Dios está actuando aquí y ahora, Jesucristo nos está redimiendo aquí y ahora, y el Espíritu está intercediendo por nosotros e inspirando por todas partes acciones e iniciativas que promueven la “economía divina”, la economía del don, la economía de la salvación. Con otras palabras, Bell nos está invitando a una economía santa. No sé si será posible encontrar en julio y agosto un tiempo para pensar en la economía, que vive nuestra sociedad más cercana. Sería interesante, porque nuestro deseo nos lleva a hacer el bien y también a llevar a cometer muchas tropelías en el campo de la economía. Son temas que tiene que ver con el poder, el bien común, y lo que mueve los corazones, también el nuestro.
El tema “economía del deseo” nos muestra, pues, que hay justamente una economía del deseo: que nuestro deseo es la meta y el objeto de un entrenamiento constante por parte de unas tecnologías que nos habitúan a orientarnos hacia ciertos fines. La cuestión no es si debemos someternos a una economía, sino a qué economía debemos someternos. Muchos cristianos no hemos sido capaces de ver lo que está en juego en la vida “posmoderna” contemporánea –dominada como está por un mercado global y por los ritmos del consumo–, porque todavía tendemos a pensar que la fe cristiana es un asunto “intelectual”. Y, a la inversa, tendemos a pensar que la economía es un asunto “neutral” de distribución e intercambio.
Debido a estos prejuicios, se nos escapa con demasiada facilidad que la fe cristiana, en su raíz, tiene que ver con aquello que amamos: qué (y a Quién) deseamos. Si nos olvidamos de esto, o lo pasamos por alto, pasaremos por alto también todas las maneras mediante las cuales los rituales del “capitalismo tardío” configuran y forman y orientan nuestro deseo para que dé culto a dioses rivales. Por eso, Bell nos invita a ver las prácticas del discipulado cristiano y los rituales del culto cristiano como los rasgos distintivos de una economía alternativa: una economía del “reino futuro” que ordena el mundo de forma distinta, dando testimonio de la economía extraña y puesta patas arriba de un Rey crucificado-y-ahora-resucitado.
Daniel Bell se ha sumergido de lleno en la teoría económica y subraya que no está defendiendo una forma de “retirada” romántica y simplista del mercado; ni está sugiriendo que “sustituyamos” de algún modo la economía por la teología. Los economistas cristianos que quieran estar en desacuerdo con este autor necesitarían estudiar en profundidad su análisis y su argumentación. A mí me falta capacidad para ello. Pero no dejo de ver interesante que la reflexión de este teólogo metodista ahondará el fundamento económico desde una perspectiva cristiana.
Miren este análisis: durante muchos de años, buena parte del cristianismo ha estado profundamente involucrada en el proyecto de la modernidad; abrazó en algunos casos los esquemas de pensamiento de la modernidad, sus articulaciones políticas, su organización económica. Más aún, la Iglesia se vio a sí misma, en el mundo occidental, como uno de los pilares necesarios del mundo moderno, un agente decisivo para el éxito y el florecimiento de la sociedad moderna. Aportar energía e ideas para resolver los problemas sociales del momento, cristianizar el orden social o custodiar los “valores espirituales” manteniendo la oración en las escuelas, los valores en la familia, a Dios en la Constitución, a Cristo en la Navidad era la manera de estar el cristianismo inserto en las estructuras y en los procesos del Occidente moderno.
Al encarar la posmodernidad podemos estar tentados de rechazar ésta sin más, diciendo como Tertuliano “¿Qué tiene que ver Atenas con Jerusalén?”, pensando que esa posmodernidad es solo caos y relativismo anárquico y el derribo de las estructuras modernas sería un asalto a la roca de la fe. ¿Están justificados este miedo y esa sospecha, esta postura defensiva? Después de todo, hay pruebas que dejan a las claras que la modernidad no fue un hogar tan acogedor para la fe firme y ortodoxa, y el fin de la modernidad no se caracteriza por el triunfo del cristianismo; hoy parece que la buena noticia ha sido trivializada y marginalizada hasta tal punto que la sobrecogedora verdad de “Dios con nosotros” no capta la atención del adolescente o adulto joven. Basta ver las encuestas sobre fe cristiana y jóvenes.
Por otra parte, la posmodernidad se ha declarado mucho más abierta hacia la religión. Mientras la modernidad acomodaba la religión dentro de sí, siempre que ésta demostrase ser razonable, no misteriosa, o siempre que fuese útil para obtener votos, la posmodernidad no le pone tales barreras al cristianismo. Cierto: en el carnaval que es la posmodernidad, lo sublime, lo sagrado, lo carismático y lo extático pueden unirse al baile. Estamos viendo ya los frutos de esta simpatía posmoderna por lo teológico en ciertas formas y prácticas emergentes en la Iglesia.
Sin embargo, el recelo ante la posmodernidad no carece de fundamento. En la medida en que lo posmoderno es, de hecho, hipermoderno, es en muchos sentidos una intensificación de ciertos prejuicios de la modernidad sobre la fe y la vida cristiana. También existe en la posmodernidad la parodia de la cristiandad que, más que acoger a la religión, la utiliza. Y, aunque su apertura a lo teológico le aparta del ateísmo de la modernidad, sigue siendo problemática por cuanto se asemeja más a un politeísmo renovado que a una verdadera apertura a lo sobrenatural.
¿Qué actitud hemos de tomar ante el posmodernismo, entonces? ¿Deben los cristianos asumirlo o resistirse a él? Debe quedar claro desde el principio, dice Bell, que no vamos a aceptar sin más el pensamiento de los filósofos marxistas y ateos Foucault y Deleuze. En vez de ello, se trata más bien de “saquear a los egipcios”, en palabras de san Agustín, como hicieran los israelitas cuando salieron en dirección a la Tierra Prometida. Los cristianos siempre han recurrido a las obras de filósofos paganos y han aprendido de ellas, haciendo con frecuencia que su percepción de las cosas sirviera para otros usos y otros fines que ellos jamás habrían podido imaginar.
Dicho con otras palabras, el libro de Bell es una contribución a la conversación sobre la relación entre cristianismo y capitalismo posmoderno. Hablamos con frecuencia los cristianos sobre cuál de los órdenes económicos, el capitalista y el socialista, se corresponde mejor a las creencias y convicciones cristianas. Aquí, en vez de comparar al capitalismo con el socialismo, se compara al capitalismo con la economía divina hecha presente por Cristo y testimoniada por la Iglesia. ¿De qué capitalismo estamos hablando? No se trata simplemente de la “economía libre de mercado”. A pesar de la diversidad de escuelas de pensamiento económico, hay un reconocimiento muy extendido de que lo que responde al nombre de neoliberalismo es la visión dominante, y que lo ha sido desde los años setenta del pasado siglo, tanto en la teoría como en la práctica. La visión neoliberal, pues, sigue siendo hoy el paradigma dominante del capitalismo. Y en su nivel más general, el capitalismo neoliberal pretende lograr la mercantilización completa de la vida.
En esta crítica del capitalismo no hay una nostalgia del pasado “puro”, pues no existe un pasado puro, prístino. Lo importante para nosotros es que el don de la vida divina que nos ha entregado a Cristo y al Espíritu Santo no se reduzca a un producto de consumo individual y pietista, que no solo no determina la vida, sino que hemos decidido que no tiene ese don nada que ver con las cosas y los asuntos de la vida real, de la vida “vida”, y menos que nada con los asuntos de la economía, que serían solo objeto de una supuesta ciencia supuestamente “neutra”. Este modo de pensar no solo nos aleja decididamente de la Tradición, sino que se convierte en una de las causas decididas de la famosa “apostasía silenciosa”, de la que tanto habló san Juan Pablo II, que tanto mal nos trae.
+Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo emérito de Toledo
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