En los días posteriores al atentado terrorista de Barcelona se están sucediendo múltiples declaraciones públicas y manifestaciones de opinión particulares de muy distinta naturaleza. Más allá de la inicial unidad en la repulsa del ataque y de la necesidad de recordar lo que debería ser evidente –solidaridad con las familias de las víctimas, deber de los poderes públicos de garantizar la seguridad de las personas, capacidad para actuar conscientes de que no todos los musulmanes son terroristas–, se echa en falta en todas ellas una profunda reflexión acerca de una realidad soterrada, pero evidente: no estamos preparados para combatir, en el mismo nivel, este tipo de terror.
El Papa Francisco ha afirmado en reiteradas ocasiones que estamos viviendo una tercera guerra mundial “por partes”. Nos enfrentamos a un ejército no identificado que defiende una concreta interpretación del Islam en la que el cristianismo occidental, su modo de ser y de vivir, es el enemigo a eliminar; combatimos contra unos soldados que buscan conscientemente el martirio masacrando infieles y buscando su propia muerte. Precisamente por ello, la lucha no puede centrarse únicamente en las armas, en el aumento de los niveles de seguridad o en la persecución de los radicales dispuestos a matar; hemos de ir más allá y avanzar hacia lo que nos falta: recuperar los valores que han forjado nuestra civilización occidental.
Efectivamente, los conceptos de libertad, dignidad, vida, igualdad, democracia, paz, progreso en común y algunos otros que conforman nuestro modo de entender al ser humano y el mundo deben recuperar protagonismo en la escena pública y fundamentar esta lucha. Es lo que nos diferencia. Estamos, sencillamente, ante un choque de civilizaciones, ante una guerra de religión. Nos cuesta verlo así precisamente porque hemos abandonado lo que fuimos, porque hemos renunciado a los fundamentos básicos de occidente y a sus elementos constitutivos.
Reaccionar con manifestaciones de repulsa, con declaraciones públicas que no salen de lo políticamente correcto, con peticiones formales de paz, sin armarnos con las ideas que nos caracterizan como civilización es autocondenarnos al exterminio. La unidad no vendrá por la vía de los sentimientos que, por definición, son superficiales y pasajeros; vendrá por el camino de los ideales, de las virtudes. Mientras no avancemos en esa dirección, seguiremos estando desalmados y, por tanto, desarmados.
GRUPO AREÓPAGO
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