En alguno de estos días de octubre, he vuelto a leer el capítulo 4º de la Carta a los Efesios, en que san Pablo dice a aquellos cristianos (y a nosotros hoy): “Nada os preocupe; sino que, en toda ocasión, en la oración y en la súplica, con acción de gracias, vuestras peticiones sean presentadas a Dios” (Flp 4,6). A continuación, el Apóstol les exhorta y nos exhorta a tener en cuenta y a realizar todo lo que es verdadero, noble, justo, todo lo es virtud o mérito (cfr. Filp 4,8).
¿Qué me ha venido a la mente, cuando las palabras que emplea san Pablo proceden sin excepción de la filosofía moral griega? Él invita a aquellos cristianos griegos de Filipos a seguir la sabiduría de Grecia, y les exhorta a seguir la razón y a hacer lo razonable. ¿No estará significando esto que la fe cristiana en último término es ella misma superflua, que sobra, que es innecesaria a la hora de mostrar el buen camino? ¿O que la fe cristiana es solo un estadio previo hasta que la ilustración, o el plan de estudios vigente, o la cultura dominante del tipo que sea, la haga, en efecto, innecesaria de modo que nos baste con lo que nos enseñan en los ámbitos públicos o desde las grandes cadenas de comunicación de masas?
De ningún modo: el Evangelio ha asumido el espíritu griego (y otros muchos espíritus buenos a lo largo de su historia) y lo ha asimilado en sí, pero no ha eliminado la razón, sino que la ha reconducido a sí misma. La fe hace posible que mujeres y hombres sean racionales. Y, al revés, la razón no hace superflua la fe, sino que por ella recibe el apoyo que la protege de la destrucción y la conserva.
La fe sostiene a la razón en los grandes acontecimientos, los más fundamentales, que ella no puede demostrar, sino solamente ver, y la sostiene en sí misma. La fe no absorbe la razón, sino que la hace libre. La razón dejada a sí misma es ciega, y el temor de la razón hace ciegos. La fe cristiana, sin embargo, significa que la razón puede encontrar su propio camino, que la fe la sostiene y precisamente así la libera.
Políticamente esto significa que la fe cristiana otorga al Estado desde el principio su propio lugar y que protege su espacio propio. Al igual que la razón y la fe no se deben confundir una con la otra, así también deben el Estado y la Iglesia permanecer en su propio orden. Nosotros, los cristianos católicos, no aspiramos a una teocracia, ni a un dominio de la Iglesia sobre el Estado, y sabemos que la Iglesia y los partidos políticos no deben confundirse.
Pero sabemos también que el Estado y la Iglesia solo pueden permanecer cuando el Estado sigue siendo racional, cuando no pierde su medida, que él, sin embargo, no puede darse a sí mismo. En mi opinión, esto último está en peligro. Pero tenemos confianza en el hecho de que los valores y las virtudes de las que habla Flp 4,5-8 sigan siendo hoy las estrellas polares inamovibles de la vida. Esta es en todo caso la forma de participación en la vida pública que no queremos dejar de tener. Dado que queremos la libertad de la razón, por eso luchamos contra las desviaciones del espíritu que lo destruyen en la sinrazón.
Por ello, defendemos la vigencia de estas virtudes y valores morales con los que la buena nueva que es el Evangelio ha mantenido a la razón en el rumbo estelar de lo humano. ¿Quién duda de que Europa y España están en una crisis de su historia y de su espíritu?
Pero la tarea de la Iglesia no es entrar en la política de partidos, aunque le importe –y mucho– la acción política. Nuestra tarea es, más bien, trabajar con toda urgencia por esa purificación del espíritu y de los espíritus, de manera que la razón sea capaz de mantener el anhelo que hay en todo hombre por la búsqueda de la verdad y el bien común. Por ello pide la Iglesia abrirse a Dios.
Así lo pedimos ahora al Espíritu de Jesucristo: que cruce sobre el mar de nuestras dudas y nuestros orgullos que nos separan de Él y nos ilumine y fortalezca por dentro. Lo necesitamos vehementemente dada la situación de España en estos momentos. El mismo Jesús, que es el camino, nos haga siempre aprender a buscar de nuevo y más profundamente. Entonces seremos capaces también de prestar adecuadamente nuestro servicio a este mundo en este tiempo.
Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo emérito de Toledo
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