El procedimiento no hace al monje

Es un dicho muy popular que el hábito no hace al monje. Por vestir solo un hábito no se absorben las virtudes y los hábitos de la vida monacal, no se sintoniza con la regla de vida de la orden ni se despiertan los deseos de oración y santificación que acompañan a la vida consagrada. Si uno que no es monje, se viste de hábito monacal, no está haciendo más que disfrazarse.

Eso no significa que el hábito sea malo o irrelevante. A muchos religiosos les ayuda a tener presente su identidad vocacional, a recordarse a sí mismos la regla que profesaron y que viven cotidianamente. Las distintas partes del hábito hacen referencia a valores espirituales: la túnica, el escapulario, el cíngulo, la cogulla… son símbolos de la presencia de Dios, de la humildad, de la obediencia, de la confianza en la providencia… También es una oportunidad de testimonio, oración e imitación de todo lo bueno que pueda trasladarse del monje observado al observador.

Mutatis mutandis, algo parecido ocurre con nuestra vida política, sujeta a unas reglas que reflejan un estilo de sociedad que es comúnmente admitido como bueno: el sufragio universal, la división de poderes, el respeto a la opinión discrepante, el parlamento como instrumento de diálogo y lugar de acuerdos. Los valores democráticos serían como los valores monacales, los procedimientos y la legalidad, serían como el hábito.

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¿Basta con vestirse de procedimientos dentro de lo legal para profesar el credo democrático? Es evidente que no. No faltan ejemplos de dictaduras de izquierda y de derecha, que han nacido a partir de procedimientos democráticos. Utilizaron la democracia para llegar al poder y luego acabaron con ella. Retorcieron las leyes, condicionaron a los jueces e intimidaron a los discrepantes para que pareciera legal lo que era un enguantado golpe de mano. Muchas dictaduras actuales presumen de procedimientos democráticos, convocan elecciones y los ciudadanos votan, otra cosa son las limitaciones en las opciones disponibles y el respeto a esos votos.

Por eso, no es suficiente con afirmar que se cumplirá la Constitución, ni decir que se respetará la legalidad. El procedimiento no hace al monje, puede convertirse en un simple y burdo disfraz.

No nos dejemos engañar. Los valores de la ley son más importantes que su formulación, por eso, cuando se fuerza el lenguaje o el razonamiento y se lleva la norma a donde nunca estuvieron los legisladores, se produce lo que se llama un fraude de ley. En ese caso nos encontramos ante una impostura (que es lo que hacen los impostores).

¿Qué podemos hacer? Lo primero, no dejarnos engañar. No todos los que visten de monjes los son, fijémonos en el valor de su palabra y de sus obras. Segundo, recordar y apreciar los valores de la legalidad, recuperar el sentido del estado de derecho, en el que hay una coherencia y una unidad en el desarrollo legislativo. Tercero, hay que reconocer que el valor de nuestra conciencia no puede contaminarse de este comercio de normativas.

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Quizá ahora más que nunca, el valor de nuestra conciencia, esa capacidad personal de reconocer el bien y el mal y de elegir el bien encontrado, sea nuestro mayor tesoro, nuestra única guía frente al estado de normas inconexas, oportunistas y, muchas veces, maliciosas.

Si la ley pierde su valor de referencia moral, su horizonte hacia el bien común, solo quedará la fuerza bruta para imponerla y la coacción física para propagarla. Así se camina hacia un estado fallido, donde la libertad no será más que un peligroso recuerdo.

GRUPO AREÓPAGO

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