Hace apenas unos días muy pocos sabíamos qué era eso de Pokemon Go, más allá de relacionarlo con un simpático muñequito amarillo con grandes coloretes que aparecía en una serie de televisión. Hoy, sin embargo, todo el mundo habla de ello: los telediarios abren con recomendaciones sobre su uso, se organizan “quedadas” multitudinarias, los periódicos informan sobre personas que han alcanzado el nivel máximo del juego o sobre accidentes provocados por utilización irresponsable y hasta auténticos profesionales, en pleno trabajo, caen en la tentación de abrir la aplicación y ponerse a cazar “pokemons” en medio de una reunión. Ello ocurre en todo el mundo, en Oriente y en Occidente, con personas de todas las edades.
Aunque es más que seguro que en unos días todos nos olvidaremos del juego y con independencia de las aplicaciones comerciales y publicitarias que conlleva, la anécdota pone de manifiesto un hecho indiscutible: cada vez más nuestro mundo ordinario es la –mal llamada– realidad virtual. Inconscientemente, la conjunción generada por la suma de internet y teléfonos móviles están cambiando no sólo nuestras costumbres y modelos de convivencia, sino, incluso, nuestros modos personales de ser. Es una fase más en la evolución del ser humano, que apunta hacia su transformación en ser virtual, es decir, en una persona que existe en un mundo paralelo irreal.
Lo característico de todo ser humano es su individualidad y su capacidad social para relacionarse con el entorno. Necesitamos presencia, conversación, contacto, para vivir, sentir y amar. Un móvil jamás podrá convertirse en un auténtico sexto sentido, pero sí tiene la capacidad de captar en exclusiva la atención de los otros cinco y, con ello, de anularlos. Renunciar a la experiencia real es renunciar a la vida.
Grupo AREÓPAGO
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