El declive de nuestra democracia

“Libertad, sin ira, libertad; guárdate tu miedo y tu ira porque hay libertad…” es la letra con la que el grupo musical Jarcha interpretó el sueño esperanzado de una generación que nació con el dolor de la guerra civil y con el hambre de la postguerra. Fue el mensaje simbólico que expresaba el pensar y el sentir de la mayoría de nuestro país a finales de los setenta y principios de los ochenta del siglo pasado, y que culminó con la aprobación y puesta en escena de la Constitución que hoy como norma fundamental rige nuestra convivencia democrática.

Los que por la edad protagonizamos aquellos momentos, éramos conscientes de lo que representaba aquel acontecimiento porque sabíamos perfectamente de dónde veníamos y hacia dónde pretendíamos llegar. No fue tarea fácil la transición del régimen anterior al régimen democrático; pero las convicciones, para la mayoría de los españoles, fueron más fuertes que las dificultades. Queríamos para la organización sociopolítica de nuestra convivencia un sistema democrático que tuviese como ejes constitutivos, entre otros, el olvido de un pasado de miedo y rencor, la participación en libertad de todos en la vida pública y política en igualdad de condiciones, la búsqueda de cauces de convivencia para un pluralismo político que ya existía en nuestra realidad social, y la importancia del diálogo y el consenso para afrontar los problemas. La “transición” fue un proceso modélico ampliamente alabado por todos los países occidentales.

Hoy día, transcurrido ya muchos años de aquellos acontecimientos que nadie duda de que han supuesto para nuestro país uno de los periodos de su historia de mayor progreso y prosperidad, se emiten señales en la vida política de que esos ejes convivenciales se están resquebrajando con grave peligro de derrumbe. Es fácilmente visible la grave crisis de credibilidad en que están sumidas nuestras principales instituciones políticas y administrativas fomentada por la corrupción, la incompetencia para resolver problemas, y la utilización de un modelo de hacer política que tiene como principal finalidad el mantenerse en el poder; y para ello, cualquier medio o instrumento es válido: la falta de transparencia, la mentira, la calumnia, la utilización sectaria de la opinión pública, la traición… La demagogia forma parte sustancial de su ADN y la actitud de servicio y la ética como ideales políticos son cuestiones secundarias.

Esta forma de hacer política daña el sistema democrático y lo erosiona produciendo su declive. En nuestro país hay claros síntomas de ese declive cuando se está negando la participación y el consenso en la elaboración de leyes que son fundamentales para nuestra vida social; cuando se toman decisiones sectarias que fragmentan la sociedad y por tanto rompen la convivencia; cuando los argumentos y el diálogo democrático se sustituyen por los insultos; cuando se intenta alterar el equilibrio de la división de poderes y se pretende eliminar la independencia del poder judicial… Y, en fin, cuando en estos tiempos de grave crisis sanitaria con efectos tan demoledores sobre la salud y sobre la vida social y económica de nuestro país se dedica más tiempo a legislar sobre temas ideológicos que nadie demanda, que a solucionar los problemas de la vida real.

Es tiempo para la reflexión. Pero una reflexión imperativa, no solo para los componentes de la llamada clase política, que sin duda es fundamental y de primera necesidad, sino también para todos los ciudadanos que componemos el cuerpo social de nuestro país. Los sistemas democráticos se fundamentan en la participación de todos en trabajar por el bien común. Regenerar hoy también nuestra democracia exige ciudadanos formados, responsables y activos que no lo esperen todo del “papá estado”. Sin duda, estos tiempos de crisis nos están descubriendo lo mucho positivo y también lo mucho negativo de nuestra sociedad. Seguiremos dialogando sobre ello.

GRUPO AREÓPAGO

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